Ricardo J. Bermúdez, poemas y poesias


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Ricardo J. Bermúdez

Poema del Olvido Imposible, por 
Ricardo J. Bermúdez

A cada beso de tu viva rosa
comienzan nuevas eras de canción.

Feliz espigadora de poesía,
camino de aire, júbilo de pan,
las aguas de tus ojos soñadores
están llenas de música y de sol

Sonido dulce de lejanas voces
en el sueño que copia tu mirar.

En tu pena mi pena fue tu apoyo,
en mi dicha tu dicha fue la luz,
en todos mis silencios perduraste
estrella de mis noches sin fulgor.

Sucumbe entre las manos extraviadas
tu imagen presurosa de jazmín.

Presencia de tu sangre en mi cerebro,
blancura de tus dientes en mi cal,
uncido para siempre a la memoria
bajaré a las raíces del dolor.

Más allá de la noche y de la angustia
se agitan tus aromas de mujer.


Canto heroico - 1,
por Ricardo J. Bermúdez

El azul de la sangre emponzoñada:
el verde azul de las injurias
que espesa el verde frío
sanguinolento de los dólares,
era el color de aquellas horas
cuando el escarnio
colmó al fin la abulia de la oveja.
Entonces, de los ojos profundos de la muerte
un huracán de niños enfiló su vorágine 
contra las opulentas estulticias,
reapareció la luz y se rajaron los muros del desprecio.

Canto heroico - 2,
por Ricardo J. Bermúdez

Horas cuando el oprobio ardía
como un lagar de puños en fermento
ante las bayonetas
y los labios podridos  del Procónsul
que al Canciller atonta y duerme con sus frases.
Pero no todos los patriotas soñaban
con murciélagos rubios
tintos de sangre popular y aterradores,
ni el clamor de la patria, en temerosas fugas
otra vez se perdía, como antaño y para siempre
en el tropel de las inciertas multitudes.

Canto heroico - 3,
por Ricardo J. Bermúdez

Ante los opresores de todas las banderas
el pueblo se prepara
y cualquier gota puede en un segundo,
como un volcán de sorda furia,
derramar el furor irresistible
que hace años su impavidez destruye.
La explosión llega
con su rugir de toros y jaguares,
de pechos y colmillos:
un geranio de pólvora que el incipiente prócer
en clandestinidad cultiva con persistencia y rabia.

Poema del Dolor Infinito, por 
Ricardo J. Bermúdez

Bajo el olvido de la noche muda
se desploma en mis sueños la inquietud

Todo el vacío que tu ausencia deja
abre de par en par la soledad,
la angustia desordena los caminos
y me asaltan las olas de tu adiós.

La nostalgia los astros picotea
tus señales de pan para volver.

La amarga inmensidad se multiplica
en círculos de brazos hacia tí;
el insomnio que ronda entre la niebla
se rinde fatigado de ladrar.

Tu sollozo el olvido desdibuja
entre las grietas del atardecer.

Quizá la lluvia tu memoria enciende
cuando cubre de flores mi dolor,
que la esponja del aire enjuga el tiempo
y como un demente el día echa a correr.

Tus manos, de la ausencia rescatadas,
me humanizan sobre la cruz del sur.


 

Poema de Fuga Creciente, por 
Ricardo J. Bermúdez

Te he mirado tan lejos de mis ojos
que el agua que te copia se secó.

La fatiga erosiona las amarras
que me unen a tu voz y a tu reír,
los molinos de nuestras ansias truncas
pugnan por contener la soledad.

Sobre el aire tus manos gravan signos
que aumentan el furor de mi inquietud.

Por el cristal de mis poemas tuyos
transcurren negras aves otra vez,
las lejanías de mi voz sin torres
se arrastran como sombras tras de tí.

Una fuerza me arroja hacia el vacío:
en mi incendio tu cuerpo sabe a sal.

Todo se hunde en un fondo de espirales
bajo el reflujo inmóvil de mi ser,
anochece en las cuencas de mis manos
y un torrente de besos corre a tí.

Se ilumina y se apaga en la memoria
el pañuelo de llamas de tu adiós.



 

Tamborito Triste, por 
Ricardo J. Bermúdez

Te vas, Florecita Blanca,
madurada de adioscitos,
con tus cabellos de azúcar
y los ojos de aguacero.

Llórele de la tinaja
llorando rosas de arcilla.

Florecita boquiabierta,
descalza de ruiseñores,
por el aire te me escurres
sin que respire tu beso.

Ajé y ajá que te siguen
mis pies de estrellas sin nombre.

Porque quedo sin tu risa
voy a morirme de sombra,
y el eco del valle frío
se comerá tu recuerdo.

Adiós Florecita Blanca,
adioscito cabizbajo.



Todavía Más Fuerte que Yo Mismo, por 
Ricardo J. Bermúdez

Todavía más fuerte que yo mismo,
con mis cavernas de recuerdos
y los ojos hundidos en las cosas,
es este afán de ser sólo estructura,
agua de pensamiento limpia de manos claudicantes.

Suelto de todo ambaje falso,
sobre la despojada piel de barro que mi exterminio implica,
sentiría el triunfante abrazo de los vientos,
y el llamado de pájaros de mi lejana patria
sumergida en las nubes.

Todo este esfuerzo incalculable de soledad y ajuste,
este voraz apartamiento en busca de mis raíces hondas,
este nadar en mi conciencia agreste y desvelada,
serían, finalmente, compensados en mi profundo hallazgo,
libre de milenarias estratas de silencio.

Unidos Como Un Número Insoluble, por 
Ricardo J. Bermúdez

Unidos como un número insoluble,
la Humanidad y yo somos un sólo concepto indivisible,
un líquido sin forma vaciado sobre el Tiempo,
que no rasgan las uñas de la brisa ni enturbian los paisajes.

Con la invisible savia de los cantos,
vamos creciendo mutuamente esbeltos
por el camino de las altas estrellas silenciosas
en busca del hallazgo presentido.

Nada pueden hacer los meridianos con sus doradas hoces
dividiendo los pétalos del mundo,
ni los lóbregos brazos de los mares
hundiéndose en la tierra maternal y doliente.

Es tan mío el dolor que corre por todos los compases,
entre los agrios ríos de lágrimas descalzas,
que aunque mis ojos no hayan dicho una palabra de protesta
mi corazón se empaña perennemente de neblina.

 

Rojo Ha de Ser El Estupor Naciente, por 
Ricardo J. Bermúdez

Rojo ha de ser el estupor naciente
batiendo entre la sangre de los muertos
su infinita bandera de esperanzas
cuando la aurora diga su mensaje
de luces tras la noche del martirio.

Si la espera es tan larga como un río
dando vuelta entre valles y montañas,
las raíces de amor serán más hondas
y las manos opacas de la vida
se abrirán como pétalos del cielo.

Para que todas las campanas hablen
con los vientos del mar y de la tierra
de este hallazgo recóndito y perfecto,
mi voz ha de subir hasta la rama
más alta del dolor petrificado.

Tan sólo así podré saberme libre
de mezclar con mi arcilla sin congojas
la miel fraterna de los labios mustios
de todos los que mueren en silencio
porque sigan creciendo sus palabras.



Antes que el aire fuera marinero, por 
Ricardo J. Bermúdez

Antes que el aire fuera marinero
entre la sangre de mis siete mares,
y la luz limonar de mis dos ojos
tus barrocas colinas despeinara;

antes que el fuego verde de un relámpago
las pensativas sienes encendiera,
y en mis manos flotaran los arcángeles
que custodian la sal de la memoria;

siempre y desde que el lirio de mis labios
en tu nombre de ave amaneciera,
y soñaran con árboles de nácar
los húmedos follajes de tus olas;

estabas junto a mí, ayer y ahora,
creciendo en los verjeles, sumergida
en las cejas, de pie en los huracanes,
con una rosa roja en los amores.

Isla de paz en zócalos de olvido:
eras y eres el pulso acelerado
que da sabor de luna a las almejas
y contornos de agua a los recuerdos.

Te saludo con un geranio ardiente
al entrar por tus dulces plenamares,
como un galán dormido que despierta
con el rostro del sueño entre las manos.


 

El mar, cuando la Isla era doncella, por 
Ricardo J. Bermúdez

El mar, cuando la Isla era doncella
y nave de jazmín calzar solía,
era un antiguo mar enamorado
por radas y penínsulas y esteros.

Australes lienzos de organdí florido
amarraban su túnica de nácares
verdes, cuando la Isla era doncella
y el mar ya la buscaba en la neblina.

Aguafuertes de brumas asustadas,
leopardos de verdor y sin colmillos
y conchas como pórfidos desnudos,
eran su piel, sus trenzas y sus senos.

Sin lazos, ni collares ni rubores
el mar la descubrió por sus riberas,
una noche de abril que perseguía
cervatillos de luna por la playa.

Alumna de los vientos y las olas,
con cadenas de peces y aquilones
la retuvo en su voz y en sus miradas
navegando entre hierbas submarinas.

Desde entonces abraza su cintura,
¡Oh enajenada niña en las almenas!
y los labios le cubre de corales
con marejadas de zafiros fuegos.



 

El mar, cuando la Isla era doncella, por 
Ricardo J. Bermúdez

El mar, cuando la Isla era doncella
y nave de jazmín calzar solía,
era un antiguo mar enamorado
por radas y penínsulas y esteros.

Australes lienzos de organdí florido
amarraban su túnica de nácares
verdes, cuando la Isla era doncella
y el mar ya la buscaba en la neblina.

Aguafuertes de brumas asustadas,
leopardos de verdor y sin colmillos
y conchas como pórfidos desnudos,
eran su piel, sus trenzas y sus senos.

Sin lazos, ni collares ni rubores
el mar la descubrió por sus riberas,
una noche de abril que perseguía
cervatillos de luna por la playa.

Alumna de los vientos y las olas,
con cadenas de peces y aquilones
la retuvo en su voz y en sus miradas
navegando entre hierbas submarinas.

Desde entonces abraza su cintura,
¡Oh enajenada niña en las almenas!
y los labios le cubre de corales
con marejadas de zafiros fuegos.


Sal salinero y alguacil de espuma, por 
Ricardo J. Bermúdez

Sal salinero y alguacil de espuma
de la acuarela de los tamarindos,
alza tu quilla, plenamares rompe
con remos de clavel amartelado.

Diez mil esquifes de aguamiel moruna
giran a sotavento, sin timones.
Chirimoyas de mar y algas dormidas
cargan en sus bodegas al mercado.

Langostas de relente por el cielo
vuelan con sus plumones despeinados,
y rojos argonautas, pececillos,
descienden las marinas pasarelas.

Isla de flor, de flores encalladas
en arrecifes de salina aroma,
tu aliento, crestamar de los alientos,
tiñe el confín del golfo, ventolera.

Tendida entre dos soles, la restinga,
cumbres de helecho rompe y claraboyas,
morros de turbia miel y unicorneados
por sortijas de rizos platinegros.

Mar de las marejadas interiores,
mar de escayolas naves y candiles
de cal y canto. Mar, mar marinero,
verde alguacil de espumas placenteras.


 

Oh laurel de cenizas que al fin llegas, por 
Ricardo J. Bermúdez

Oh laurel de cenizas que al fin llegas
a la tranquila cumbre de tus hojas,
y en sitios de silencio te desnudas
libre de los ardores de la savia
para alcanzar la tierra sin edades.

Reserva los perfiles del momento
que ocupabas un aire desnevado,
cuando era rey de abismos y altamiras,
adalid de calientes atanores
y pastor de guirnaldas parameras.

Has colmado la miel de los arbustos,
los límites que el cierzo te permite...
Ahora la eternidad reclina suave
su frente a tus espesas soledades,
ya en ósea arquitectura terminada.

Deja que piense en tí al recordarme
mirando tu cintura bajo un ciego
crepúsculo de oníricos carbones,
por alígeras nubes transparentes
donde jamás la luna se revela.

Viviré para verte si mis ojos
guardan la dulce imagen de tu forma
y no esquivan los brillos al fundirme
en tus densos y verdes tornasoles,
como en los claros mundos destruidos.

Aquí en los altos lirios de la música
que recorre mi sangre, te saludo
desde hoy para los días venideros
cuando seré tu riguroso amante
entre musgos de besos y violines.

Sé que de tanto amor has de encontrarme,
nítida pertenencias de las frondas,
al final de tu búsqueda mi sueño.
¡Corre por tus raíces y mis venas,
arborizada linfa de la muerte!

Juntos iremos por el río helado
que atraviesa los lares de la espina
a la mar... y en la mar incandescente,
clámide de los cambios sucesivos,
se cumplirán los esponsales délficos.

¡Oh intermitente coro que realzas
la gloria de los fúnebres diamantes!
¡Cantad! Cantad a la adventicia hoguera
que consume el laurel, mientras declina
un sol inmenso en oros pensativos.



Canto heroico - 4,
por Ricardo J. Bermúdez

Hay convulsiones que el espíritu
siente  crecer en sus vigilias
e igual que un fuego que no arredra,
la paz devoran y el tranquilo arcángel
que sin cesar nos duerme. ¡ah de esta angustia
cuando la espada escinde los raudos colibríes
y el vendaval descorre en las techumbres
su amarillenta efigie de pavor herido,
porque los héroes se levantan
de las antiguas tumbas y las divinidades
se coronan con pétalos mortuorios!

 


Edgar Allan Poe Cuento Bon-Bon