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Caperucita Roja y el Lobo Feroz


Laura

Saki (Héctor Munro)

-No te estarás muriendo de verdad, ¿eh? -preguntó Amanda.

-El doctor me dio permiso de vivir hasta el martes -dijo Laura.

-¡Pero si hoy es sábado! ¡La cosa es grave! -dijo Amanda, con la boca abierta.

-No sé si sea grave; lo que si es cierto es que hoy es sábado -dijo Laura.

-La muerte siempre es grave -dijo Amanda.

-Nunca dije que me iba a morir. Se presume que voy a dejar de ser Laura, pero pasaré a ser otra cosa. Alguna clase de animal, me figuro. Mira: cuando una no ha sido muy buena en la vida que acaba de vivir, reencarna en algún organismo inferior. Y yo no he sido muy buena, si a eso vamos. He sido ruin, mezquina, vengativa y todas esas cosas, cuando las circunstancias así me lo exigieron.

-Las circunstancias nunca exigen ese tipo de cosas -se apresuró a decir Amanda.

-Perdóname que te lo diga -observó Laura-, pero Egbert es una circunstancia que exigiría cualquier cantidad de esa clase de cosas. Tú estás casada con él... eso es otra historia. Tú juraste amarlo, honrarlo y soportarlo; yo no.

-¡No veo qué pueda tener de malo Egbert! -protestó Amanda.

-¡Cómo no! La maldad fue toda mía -admitió Laura desapasionadamente-. Él ha sido tan sólo una circunstancia atenuante. Por ejemplo, el otro día armó un alboroto de malas pulgas cuando saqué a pasear los cachorros pastores de la granja.

-Persiguieron las pollitas Sussex saraviadas y espantaron a dos gallinas cluecas de los nidos, fuera de que pisotearon los cuadros de flores. Y tú sabes cuánta dedicación les pone a sus aves de corral y a su jardín.

-De todas maneras no había necesidad de que remachara toda la bendita tarde al respecto, ni de que dijera "No se hable más de eso" cuando yo ya empezaba a sacarle gusto a la discusión. Ahí fue cuando salí con una de mis venganzas mezquinas -agregó Laura con una risita impenitente-: al otro día del episodio solté en sus semilleros a la familia entera de las saraviadas.

-¡Cómo pudiste hacerlo! -exclamó Amanda.

-Resultó muy fácil -dijo Laura-. Dos gallinas se hicieron las que estaban poniendo, pero yo me mostré firme.

-¡Y nosotros creyendo que fue un accidente!

-Como ves -prosiguió Laura-, en realidad tengo razones para suponer que mi próxima encarnación será en un organismo inferior. Seré alguna clase de animal. Por otro lado, tampoco he sido tan horrible, así que a lo mejor puedo contar con que voy a ser un animal agradable, algo elegante y lleno de vida, amigo de la diversión. Una nutria, tal vez.

-No puedo imaginarte haciendo de nutria -dijo Amanda.

-Bueno, me figuro que no puedes imaginarme haciendo de ángel, si a eso vamos -dijo Laura.

Amanda guardó silencio. No podía.

-Por mi parte, creo que la vida de una nutria sería bastante agradable -continuó Laura-: salmón para comer el año entero y el gusto de poder buscar las truchas en su propia casa, sin tener que esperar horas enteras a que se dignen morder la mosca que una les ha estado columpiando en la cara; y una figura elegante y esbelta...

-Piensa en los perros que las cazan -la interrumpió Amanda-. ¡Qué horrible que la rastreen a una y la acosen y acaben destrozándola!

-Bastante divertido, si la mitad del vecindario está mirando; y en todo caso no es peor que este asunto de morir poco a poco entre sábado y martes. Además, después pasaría a ser otra cosa. Si hubiera sido una nutria regularmente buena, supongo que recobraría alguna forma humana; probablemente algo más bien primitivo... la de un morenito egipcio casi en cueros, me figuro.

-Ojalá te pusieras seria -suspiró Amanda-. De veras deberías hacerlo, si es que sólo vas a vivir hasta el martes.

En realidad, Laura murió el lunes.

-¡Qué terrible trastorno! -se quejó Amanda a su tío político, don Lulworth Quayne-. Tengo invitadas un montón de personas a pescar y jugar golf, y los rododendros están precisamente en su mejor momento.

-Laura fue siempre una desconsiderada -dijo don Lulworth-. Nació en plena temporada ecuestre, con un embajador que odiaba los bebés hospedados en la casa.

-Se le ocurrían las cosas más disparatadas -dijo Amanda-. ¿Sabes de casos de locura en su familia?

-¿Locura? No. Que yo sepa, nunca. Su padre vive en West Kensington, pero creo que es cuerdo en todo lo demás.

-Ella tenía la idea de que iba a reencarnar en una nutria -dijo Amanda.

-Uno se topa estas ideas sobre la reencarnación con tanta frecuencia, incluso en Occidente -dijo don Lulworth-, que no se atrevería a afirmar que son disparatadas. Y Laura fue una persona tan impredecible en esta vida, que no me gustaría sentar reglas precisas sobre lo que podría estar haciendo en un estado ulterior.

-¿Crees que de veras puede haber pasado a ser un animal? -preguntó Amanda, que era una de esas personas bastante prontas a moldear sus opiniones a partir de los puntos de vista de quienes la rodeaban.

Justo en ese momento Egbert entró al comedor matinal, con un aire luctuoso que el deceso de Laura no alcanzaría a explicar por sí solo.

-¡Mataron a cuatro de mis Sussex saraviadas! -exclamó-. Las mismísimas cuatro que iban para la exhibición del viernes. A una la arrastraron y se la comieron precisamente en la mitad del nuevo cuadro de claveles en el que puse tanto empeño y dinero. ¡Mis mejores gallinas y mis mejores flores, escogidas para la destrucción! Casi parece que el animal culpable de ese acto supiera cómo hacer el máximo de daño en el mínimo de tiempo.

-¿Crees que fue una zorra? -preguntó Amanda.

-Más parece cosa de un hurón -dijo don Lulworth.

-No -dijo Egbert-; había huellas de patas palmeadas por todas partes, y seguimos el rastro hasta el arroyo al fondo del jardín: una nutria, evidentemente.

Amanda le lanzó una mirada de reojo a don Lulworth.

Egbert estaba demasiado agitado para desayunar, y se marchó a supervisar el refuerzo de las defensas de los gallineros.

-Por lo menos debería haber esperado a que terminaran los funerales -dijo Amanda, con voz indignada.

-Comprende que se trata de sus propios funerales -dijo don Lulworth-. Es un sutil punto de etiqueta determinar hasta dónde debe uno mostrar respeto por sus propios restos mortales.

Al día siguiente, el irrespeto a las convenciones mortuorias fue llevado más lejos. Durante la ausencia de la familia en las exequias ocurrió la masacre de las restantes Sussex saraviadas. La línea de retirada del merodeador parecía haber cubierto la mayoría de los cuadros de flores en el prado, pero las eras de fresas en la parte de abajo del jardín también se habían visto afectadas.

-Voy a hacer que traigan a los perros tan pronto como sea posible -dijo Egbert, ferozmente.

-¡De ninguna manera! ¡Ni se te ocurra hacerlo! -exclamó Amanda-. Quiero decir, no sería bien visto, tan enseguida de un luto en la casa.

-Es un caso de urgencia -dijo Egbert-. Cuando una nutria se ceba en estas cosas, ya no para.

-A lo mejor se vaya a otra parte ahora que no quedan más gallinas -insinuó Amanda.

-Se diría que quieres proteger a esa alimaña -dijo Egbert.

-El arroyo ha estado muy seco últimamente -objetó Amanda-. No parece muy deportivo cazar un animal cuando tiene tan poca oportunidad de refugiarse.

-¡Por Dios! -estalló Egbert-. No estoy hablando de deporte. Quiero exterminar a ese animal tan pronto como sea posible.

La propia oposición de Amanda se atenuó cuando, a la hora del servicio religioso del domingo siguiente, la nutria se abrió paso hasta la casa, hurtó medio salmón de la despensa y dejó un ripio de escamas sobre la alfombra persa del estudio de Egbert.

-Dentro de poco la tendremos escondida debajo de las camas, ruñéndonos los pies a pedacitos -dijo Egbert.

Y por lo que sabía Amanda de esa nutria en particular, la posibilidad no era muy remota.

La víspera del día fijado para la cacería, Amanda se paseó a solas durante una hora por las orillas del arroyo, haciendo lo que se imaginaba eran ruidos de jauría. Quienes oyeron su actuación supusieron caritativamente que practicaba imitaciones de sonidos de corral para la venidera feria del pueblo.

Su amiga y vecina Aurora Burret se encargó de llevarle noticias sobre la jornada venatoria.

-Es una lástima que no hayas salido; el día estuvo muy productivo. La encontramos de inmediato, en el charco del fondo del jardín.

-Y... ¿la mataron? -preguntó Amanda.

-¡Cómo no! Una espléndida hembra. Le dio un feo mordisco a tu marido mientras trataba de agarrarla por la cola. ¡Pobre animal! Me compadecí mucho de ella. ¡Tenía una mirada tan humana en los ojos cuando la mataron! Dirás que soy una tonta, pero, ¿sabes a quién me recordó esa mirada? Pero, querida, ¿qué te pasa?

Cuando Amanda se hubo recobrado algo de la postración nerviosa, Egbert la llevó a curarse al valle del Nilo. El cambio de horizontes trajo pronto la deseada recuperación de la salud y el equilibrio mental. Las escapadas de una nutria aventurera en busca de un cambio de régimen alimenticio fueron vistas en la correcta perspectiva. El temperamento normalmente plácido de Amanda se reafirmó. Ni siquiera el temporal de clamorosas maldiciones que venían del camarín de su esposo, en la voz de su esposo, pero muy alejadas de su vocabulario de costumbre, pudieron perturbar su calma mientras se acicalaba pausadamente una tarde en un hotel del Cairo.

-¿Qué sucede? ¿Qué pasó? -preguntó, entre divertida e intrigada.

-¡El animalito me tiró todas las camisas limpias en la tina! ¡Espera a que te agarre, so...!

-¿Qué animalito? -preguntó Amanda, reprimiendo las ganas de reír.

¡El lenguaje de Egbert era tan irremediablemente inadecuado para expresar sus sentimientos de indignación!

-Un morenito egipcio casi en cueros -farfulló Egbert.

Y ahora Amanda está gravemente enferma.

 


FIN




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