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El sultán

“Sembrad el bien y cosecharéis el bien”,
era la máxima que solía decir un sultán, que se hizo querer de todos sus súbditos, porque raro era el día en que no salía de palacio para realizar alguna buena acción.

Un día, en que el sultán enfermó, las cercanías del palacio se vieron concurridas por una multitud preocupada por la salud del filántropo.

Noche y día, hombres, mujeres y niños hicieron guardia en palacio. Un paje tenía que salir al balcón constantemente para leer a la multitud el parte médico.

Cuando el paje leía: “El sultán tiene dolor de cabeza”, se elevaban, en seguida, voces de la muchedumbre que aconsejaban un remedio casero: “Que le apliquen bolsas de hielo” o bien: “¡Que le den masajes en el cuello” y cosas por el estilo.

Cuando, al fin, el paje anunció que el sultán ya estaba bien, la multitud se puso muy contenta y cada cual regresó a su casa.

Un día, que el sultán salió a dar un paseo por el campo rodeado de sus cortesanos, encontró a un anciano campesino que plantaba una palmera, a quien preguntó:

— ¿Qué haces, buen hombre?

— Planto, ¡oh sultán!, una palmera —le respondió, muy respetuoso el anciano.

El sultán se quedó pensativo un momento y, al cabo, dijo:

— ¡No sabes quiénes comerán sus frutos si plantas una palmera!

— Así es, soñé mío —contestó el campesino.

— ¿Y no sabes que una palmera necesita muchos años para dar frutos y que tu vida ya está llegando a su término?

— No lo ignoro —repuso el anciano—. Pero otros plantaron y nosotros comemos; justo es que plantemos ahora, para que otros coman. ¿No opina lo mismo, mi señor?

— ¡De acuerdo! —exclamó el Sultán.

Y porque el anciano dio una respuesta tan sabia, lleno de admiración, le hizo dar cien monedas de plata, que el viejo aceptó con visibles muestras de agradecimiento. Al cabo de una breve pausa, el anciano dijo:

— ¿Ha visto, gran señor, qué pronto dio fruto mi palmera?

Y el sultán, maravillado aún más por tan ingeniosa pregunta, ordenó que diesen al campesino otras cien monedas de plata.

El viejo las recibió llorando de gratitud y besó las manos bondadosas del sultán, para decirle de nuevo:

— ¡Oh, sultán!, lo más extraordinario de todo es que la palmera sólo da generalmente un fruto al año, y la mía ya me ha dado dos, en menos de una hora.

Cada vez más admirado, el sultán se quedó mirando al anciano y, luego de darle unas palmaditas en el hombro, dijo a sus cortesanos:

— ¡Vámonos, pronto! Pues las palmeras de este buen anciano maduran tan velozmente, que mi bolsa se va a quedar vacía dentro de poco.

Él buen sultán se alejó, rumbo a su palacio, acompañado de los hombres de su corte, comentando la sabiduría del viejo campesino.

Desde entonces, tuvo presente el sultán las sabias respuestas del anciano de la palmera, llegando a la conclusión que nada es tan admirable como el valor extraordinario de la experiencia.

 



FIN



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