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CUENTOS POPULARES

Cuentos cortos,cortos





LA SOPA DE PIEDRA, cuento popular

Anónimo europeo
Un monje estaba haciendo la colecta por una región en la que las gentes tenían fama de ser muy tacañas.
Llegó a casa de unos campesinos, pero allí no le quisieron dar nada. Así que como era la hora de comer y el monje estaba bastante hambriento dijo:

-Pues me voy a hacer una sopa de piedra riquísima.
Ni corto ni perezoso cogió una piedra del suelo, la limpió y la miró muy bien para comprobar que era la adecuada, la piedra idónea para hacer una sopa.


Los campesinos comenzaron a reírse del monje. Decían que estaba loco, que vaya chaladura más gorda. Sin embargo, el monje les dijo:

-TCómo! No me digan que no han comido nunca una sopa de piedra? Pero si es un plato exquisito!

-Eso habría que verlo, viejo loco! dijeron los campesinos.

Precisamente esto último es lo que esperaba oír el astuto monje. Enseguida lavó la piedra con mucho cuidado en la fuente que había delante de la casa y dijo:

-Me pueden prestar un caldero? Así podré demostrarles que la sopa de piedra es una comida exquisita.

Los campesinos se reían del fraile, pero le dieron el puchero para ver hasta dónde llegaba su chaladura. El monje llenó el caldero de agua y les preguntó:

- Les importaría dejarme entrar en su casa para poner la olla al fuego ?

Los campesinos lo invitaron a entrar y le enseñaron dónde estaba la cocina.

-TAy, qué lástima! dijo el fraile-. Si tuviera un poco de carne de vaca la sopa estaría todavía más rica.

La madre de la familia le dio un trozo de carne ante la rechifla de toda su familia. El viejo la echó en la olla y removió el agua con la carne y la piedra. Al cabo de un ratito probó el caldo:

-Está un poco sosa. Le hace falta sal.

Los campesinos le dieron sal. La añadió al agua, probó otra vez la sopa y comentó:

-Desde luego, si tuviéramos un poco de berza los ángeles se chuparían los dedos con esta sopa.

El padre, burlándose del monje, le dijo que esperase un momento, que enseguidita le traía un repollo de la huerta y que para que los ángeles no protestaran por una sopa de piedra tan sosa le traería también una patata y un poco de apio.

-Desde luego que eso mejoraría mi sopa muchísimo -le contestó el monje.

Después de que el campesino le trajera las verduras, el viejo las lavó, troceó y echó dentro del caldero en el que el agua hervía ya a borbotones.

-Un poquito de chorizo y tendré una sopa de piedra digna de un rey.

-Pues toma ya el chorizo, mendigo loco.

Lo echó dentro de la olla y dejó hervir durante un ratito, al cabo del cual sacó de su zurrón un pedacillo de pan que le quedaba del desayuno, se sentó en la mesa de la cocina y se puso a comer la sopa. La familia de campesinos lo miraba, y el fraile comía la carne y las verduras, rebañaba, mojaba su pan en el caldo y al final se lo bebía. No dejó en la olla ni gota de sopa.

Bueno. Dejó la piedra. O eso creían los campesinos, porque cuando terminó de comer cogió el pedrusco, lo limpió con agua, secó con un paño de la cocina y se lo guardó en la bolsa.

-Hermano, -le dijo la campesina- ¿para que te guardas la piedra?

-Pues por si tengo que volver a usarla otro día. Dios los guarde, familia!


FIN

CUENTOS POPULARES

Fin




El Pájaro Azul

París es teatro divertido y terrible. Entre los concurrentes al café Plombier, buenos y decididos muchachos -pintores, escultores, escritores y poetas; sí, ¡todos buscando el viejo laurel verde!-, ninguno más querido que aquel pobre Garcín, triste casi simpre, buen bebedor de ajenjo, soñador que nunca se emborrachaba y, como bohemio intachable, bravo improvisador.

En el cuartucho destartalado de nuestras alegres reuniones, guardaba el yeso de las paredes, entre los esbozos de rasgos de futuros Delacroix, versos, estrofas enteras escritas en letra echada y gruesa de nuestro pájaro azul.

El pájaro azul era el pobre Garcín. ¿No sabéis por qué se llamaba así? Nosotros le bautizamos con ese nombre.

Ello fue un simple capricho. Aquel excelente muchacho tenía el vino triste. Cuando le preguntábamos por qué, cuando todos reíamos como insensatos o como chicuelos, él arrugaba el ceño y miraba fijamente al cielo raso, y nos respondía sonriendo con cierta amargura:

-Camaradas; habéis de saber que tengo un pájaro azul en el cerebro; por consiguiente .....

Sucedió también que gustaba de ir a las campiñas nuevas, al entrar la primavera. El aire del bosque hacía bien a sus pulmones, según nos decía el poeta.

De sus excursiones solía traer ramos de violetas y gruesos cuadernillos de madrigales, escritos al ruido de las hojas y bajo el ancho cielo sin nubes. Las violetas eran para Niní, su vecina, una muchacha fresca y rosada, que tenía los ojos muy azules.

Los versos eran para nosotros. Todos los leíamos y aplaudíamos. teníamos una alabanza para Garcín. Era un ingenio que debía brillar. El tiempo vendría. ¡Oh, el pájaro azul volaría muy alto! ¡Bravo! ¡Bien! ¡Eh, mozo,más ajenjo!

Principios de Garcín:

De las flores, las lindas Campánulas.
Entre las piedras preciosas, el zafiro.
De las inmensidades, el cielo y el amor; es decir, las pupilas de Niní.

Y repetía el poeta: Creo que siempre es preferible la neurosis a la estupidez.

A veces Garcín estaba más triste que de costumbre. Andaba por los bulevares; veía pasar indiferente los lujosos carruajes, los elegantes, las hermosas mujeres. Frente al escaparate de un joyero sonreía; pero cuando pasaba cerca de un almacén de libros, se llegaba a las vidrieras, husmeaba, y al ver las lujosas ediciones, se declaraba decididamente envidioso, arrugaba la frente; para desahogarse, volvía el rostro hacia el cielo y suspiraba. Corría al café en busca de nosotros, conmovido, exaltado, pedía su vaso de ajenjo, y nos decía:

-Sí; dentro de la jaula de mi cerebro está preso un pájaro azul que quiere su libertad...

Hubo algunos que llegaron a creer en un descalabro de la razón.

Un alienista a quien se le dio la noticia de lo que pasaba, calificó el caso como una monomanía especial. Sus estudios patológicos no dejaban lugar a duda.

Decididamente, el desgraciado Garcín estaba loco. Un día recibió de su padre, un viejo provinciano de Normandía, comerciante en trapos, una carta que decía lo siguiente, poco más o menos:

"Se tus locuras en París. Mientras permanezcas de ese modo no tendrás de mí ni un solo sou. Ven a llevar los libros a mi almacén, y cuando los hayas quemado, gandul, tus manuscritos de tonterías, tendrás mi dinero"

-¿Y te irás?

-¿No te irás?

-¿Aceptas?

-¿Desdeñas?

¡Bravo Garcín! Rompió la carta, y soltando el trapo a la ventana, improvisó unas cuantas estrofas, que acababan si mal lo recuerdo:

¡Sí, seré siempre un gandul,
lo cual aplaudo y celebro,
mientras sea mi cerebro
jaula del pájaro azul!

Desde entonces Garcín cambió de carácter. Se volvió charlador, se dio un baño de alegría, compró una levita nueva y comenzó un poema titulado: El pájaro azul.

Cada noche se leía en nuestra tertulia algo nuevo de la obra. Aquello era excelente, sublime, disparatado.

Allí había un cielo muy hermoso, una campiña muy fresca, paises brotados como de la magia del pincel de Corot, rostros de niños asomados entre flores, los ojos de Niní húmedos y grandes;y, por añadidura, el buen Dios que envía volando, volando, sobre todo aquello un pájaro azul que, sin saber ni cómo ni cuándo, anida dentro del cerebro del poeta, en donde queda aprisionado. Cuando el pájaro quiere volar y abre las alas se da contra las paredes del cráneo, se alzan los ojos al cielo, se arruga la frente y se bebe ajenjo con poca agua, fumando, además, por remate un cigarrillo de papel. He ahí el poema.

Una noche Garcín riendo mucho, y sin embargo, muy triste.

La bella vecina había sido conducida al cementerio.

-¡Una noticia! ¡Una noticia! Canto último de mi poema. Niní ha muerto. Viene la primavera y Niní se va. Ahorro de violetas para la campiña. Ahora falta el epílogo del poema. Los editores no se dignan siquiera leer mis versos. Vosotros, muy pronto, tendreis que dispersaros. La ley del tiempo. El epílogo se debe titular así: De cómo el pájaro azul alza el vuelo al cielo azul.

¡Plena primavera! ¡Los árboles florecidos, las nubes rosadas en el alba y pálidas por la tarde; el aire suave que mueve las hojas y hace aletear las cintas de los sombreros de paja con especial ruido! Garcín no ha ido al campo.

Hele ahí, viene con un traje nuevo, a nuestro amado café Plombier, pálido, con una sonrisa triste.

-¡Amigos mios, un abrazo! Abrazadme todos, así fuerte; decidme adiós, con todo el corazón, con toda el alma... El pájaro azul vuela....

Y el pobre Garcín lloró, nos estrechó, nos apretó las manos con todas sus fuerzas y se fue.

Todos dijimos: Garcín, el hijo pródigo, busca a su padre, el viejo normando.

-Musas, adiós, adiós. Gracias. ¡Nuestro poeta decide medir trapos! ¡eh! ¡Una copa por Garcín!

Pálidos, asustados, entristecidos, al día siguiente todos los parroquianos del café Plombier, nos hallábamos en la habitación de Garcín. Él estaba en su lecho, sobre las sábanas ensangrentadas, con el cráneo roto de un balazo. Sobre la almohada había fragmentos de masa cerebral... ¡Horrible!

Cuando, repuestos de la impresión, pudimos llorar ante el cadáver de nuestro amigo, encontramos que tenía consigo el poema. En la última página había escrito estas palabras:

Hoy, en plena primavera, dejo abierta la puerta de la jaula al pájaro azul.

¡Ay, Garcín cuántos llevan en el cerebro tu misma enfermedad!

Ruben Dario

Fin

 

La Piedra en el camino

Había una vez un hombre muy rico que habitaba un gran castillo cerca de una aldea. Quería mucho a sus vecinos pobres y siempre estaba ideando medios de protegerlos, ayudarlos y mejorar su condición. Plantaba árboles, hacía obras de gran importancia, organizaba y pagaba fiestas populares, y junto al árbol de navidad que preparaba para sus hijos hacia colocar otros con regalos para los niños de la vecindad.

Pero aquella pobre gente no amaba el trabajo, y esto les hacía esclavos de la miseria.

Un día el dueño del castillo se levantó muy temprano, colocó una gran piedra en el camino de la aldea y se escondió cerca de allí para ver lo que ocurría cuando pasara la gente.

Poco después pasó un hombre con su vaca. Gruñó al ver la piedra, pero no la tocó. Prefirió dar un rodeo, y continuó enseguida su camino. Pasó otro hombre tras el primero, e hizo lo mismo. Después siguieron otros. Todos mostraban disgusto al ver el obstáculo y algunos protestaban con él; pero ninguno lo removió.

Por fin, ya cerca del anochecer, pasó por allí un muchacho, hijo del molinero. Era trabajador y estaba cansado a causa de la faena del día.

Al ver la piedra, dijo para sí:

“La noche va a ser oscura, y algún vecino se va a lastimar contra esa piedra. Es bueno quitarla de ahí”. Y en seguida empezó a trabajar para quitarla. La piedra pesaba mucho, pero el muchacho empujó, tiro y se dió trazas para irla rodando hasta quitarla de en medio.

Entonces vio con sorpresa que debajo de la gran piedra había un saco lleno de monedas de oro. El saco tenía un letrero que decía:

Este oro es para el que quite la piedra.

El muchacho se fue contentísimo con su tesoro, y el hombre volvió también a su castillo, gozoso de haber encontrado un hombre de provecho que no huía de los trabajos difíciles, y que pensaba en el beneficio de los demás.

 


 

 

 

 

 

 

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