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Caperucita Roja y el Lobo Feroz



Cuentos infantiles: El sastrecillo valiente

Una mañana de primavera se encontraba un humilde sastrecillo sentado junto a su mesa, al lado de la ventana.

Estaba de buen humor y cosía con entusiasmo; en esto, una campesina pasaba por la calle pregonando su mercancía:

-¡Vendo buena mermelada! ¡Vendo buena mermelada!

Esto sonaba a gloria en los oídos del sastrecillo, que asomó su fina cabeza por la ventana y llamó a la vendedora:

-¡Venga, buena mujer, que aquí la aliviaremos de su mercancía!

Subió la campesina las escaleras que llevaban hasta el taller del sastrecillo con su pesada cesta a cuestas; tuvo que sacar todos los tarros que traía para enseñarselos al sastre. este los miraba y los volvía a mirar uno por uno, metiendo en ellos las narices; por fin, dijo:

-La mermelada me parece buena, así que pesame dos onzas, buena mujer, y si llegas al cuarto de libra, no vamos a discutir por eso.

La mujer, que esperaba una mejor venta, le dio lo que peía y se marchó malhumorada y refunfuñando:

-¡Muy bien -exclamó el sastrecillo-, que Dios me bendiga esta mermelada y me d+ salud y fuerza!

Y, sacando un pan de la despensa, cortó una rebanada grande y la untó de mermelada.

-Parece que no sabrá mal -se dijo-; pero antes de probarla, terminar+ este jubón.

Dejó la rebanada de pan sobre la mesa y continuó cosiendo; y tan contento estaba, que las puntadas le salían cada vez mas largas.

Mientras tanto, el dulce aroma que se desprendía de la mermelada se extendía por la habitación, hasta las paredes donde las moscas se amontonaban en gran número; +stas, sinti+ndose atraídas por el olor, se lanzaron sobre el pan como un verdadero enjambre.

-¡Eh!, ¿quién os ha invitado? -gritó el sastrecillo, tratando de espantar a tan indeseables huéspedes.

Pero las moscas, que no entendían su idioma, lejos de hacerle caso, volvían a la carga en bandadas cada vez más numerosas. El sastrecillo, por fin, perdió la paciencia; irritado, cogió un trapo y, al grito de: ¡Esperad, que ya os daré!, descargó sin compasión sobre ellas un golpe tras otro. Al retirar el trapo y contarlas, vio que había liquidado nada menos que a siete moscas.

-¡Vaya tío estás hecho! -exclamó, admirado de su propia valentía-; esto tiene que saberlo toda la ciudad.

Y, a toda prisa, el sastrecillo cortó un cinturón a su medida, lo cosió y luego le bordó en grandes letras: Siete de un golpe

-¡Qué digo la ciudad! ¡?el mundo entero tiene que enterarse de esto! -y su corazón palpitaba de alegría como el rabo de un corderillo.

Luego se ciño? el cinturón y se dispuso a salir al mundo, convencido de que su taller era demasiado pequeño para su valentía. Antes de marcharse, estuvo rebuscando por toda la casa a ver si encontraba algo que pudiera llevarse; pero sólo encontró un queso viejo, que se metió en el bolsillo. Frente a la puerta vio un pájaro que se había enredado en un matorral, y tambi+n se lo guardó en el bolsillo, junto al queso. Luego se puso valientemente en camino y, como era delgado y ágil, no sentía ningún cansancio.

El camino lo llevó por una montaña arriba. Cuando llegó a lo más alto, se encontró con un gigante que estaba allí sentado, mirando plácidamente el paisaje. El sastrecillo se le acercó con atrevimiento y le dijo:

-¡Buenos días, camarada! ¿Que tal? Estás contemplando el ancho mundo, ¿no? Hacia él voy yo precisamente, en busca de fortuna. ¿Quieres venir conmigo?

El gigante miró al sastrecillo con desprecio y le dijo:

-¡Quítate de mi vista, imbécil! ?Miserable criatura...!

-¿Ah, sí? -contestó el sastrecillo, y, desabrochándose la chaqueta, le enseño el cinturón-; ?aquí puedes leer qu+ clase de hombre soy!

El gigante leyó: Siete de un golpe y, pensando que se trataba de hombres derribados por el sastre, empezó a tenerle un poco de respeto. De todos modos decidió ponerlo a prueba: agarró una piedra y la exprimió hasta sacarle unas gotas de agua.

-¡A ver si lo haces -dijo-, ya que eres tan fuerte!

-¿Nada más que eso? -preguntó el sastrecillo-. ¡Para mí es un juego de niños!

Y metiendo la mano en el bolsillo sacó el queso y lo apretó hasta sacarle todo el jugo.

-¿ Qué me dices? Un poquito mejor, ¿no te parece?

El gigante no supo qué contestar, y apenas podía creer que hiciera tal cosa aquel hombrecillo. Tomando entonces otra piedra, la arrojó tan alto que la vista apenas podía seguirla.

-Anda, hombrecito, a ver si haces algo parecido.

-Un buen tiro -dijo el sastrecillo-, aunque la piedra volvio a caer a tierra. Ahora verás.

Y sacando al pájaro del bolsillo, lo lanzó al aire. El pájaro, encantado de verse libre, se elevó por los aires y se perdió de vista.

-¿Qué te pareció este tiro, camarada? -preguntó el sastrecillo.

-Tirar piedras sí que sabes -admitió el gigante-. Ahora veremos si puedes soportar alguna carga digna de este nombre.

Y llevando al sastrecillo hasta un majestuoso roble que estaba derribado en el suelo, le dijo:

-Si eres verdaderamente fuerte, ayúdame a sacar este árbol del bosque.

-Con mucho gusto -respondió el sastrecillo-. Tú, cárgate el tronco al hombro y yo me encargaré de la copa, que es lo más pesado .

En cuanto el gigante se echó al hombro el tronco, el sastrecillo se sentó sobre una rama, de modo que el gigante, que no podía volverse, tuvo que cargar tambi+n con +l, además de todo el peso del árbol. El sastrecillo iba de lo más contento allí detrás y se puso a tararear la canción: zTres sastres cabalgaban a la ciudad+, como si el cargar árboles fuese un juego de niños.

El gigante, despu+s de llevar un buen trecho la pesada carga, no pudo más y gritó:

-¡Eh, tú! ¡Cuidado, que tengo que soltar el árbol!

El sastrecillo saltó ágilmente al suelo, sujetó el roble con los dos brazos, como si lo hubiese sostenido así todo el tiempo, y dijo:

-¡Un grandullón como tú y ni siquiera puedes cargar con un árbol!

Siguieron andando y, al pasar junto a un cerezo, el gigante, agarrando la copa, donde cuelgan las frutas más maduras, inclinó el árbol hacia abajo y lo puso en manos del sastre, invitándolo a comer las cerezas. Pero el hombrecito era demasiado d+bil para sujetar el árbol y, en cuanto lo soltó el gigante, volvió a enderezarse, arrastrando al sastrecillo por los aires. Cayó al suelo sin hacerse daño, y el gigante le dijo:

-¿Qué es eso? ¿No tienes fuerza para sujetar esa delgada varilla?

-No es que me falten fuerzas -respondió el sastrecillo-. ¿Crees que semejante minucia es para un hombre que mató a siete de un golpe? Es que salté por encima del árbol, porque hay unos cazadores allí abajo disparando contra los matorrales. ¡Haz tú lo mismo, si puedes!

El gigante lo intentó, pero se quedó colgando entre las ramas; de modo que también esta vez el sastrecillo se llevó la victoria. Dijo entonces el gigante:

-Ya que eres tan valiente, ven conmigo a nuestra cueva y pasa la noche con nosotros.

El sastrecillo aceptó la invitación y lo siguió. Cuando llegaron a la caverna, encontraron a varios gigantes sentados junto al fuego; cada uno tenía en la mano un cordero asado y se lo estaba comiendo. El sastrecillo miró a su alrededor y pensó: Esto es mucho más espacioso que mi taller+.

El gigante le enseñó una cama y lo invitó a acostarse y dormir. La cama, sin embargo, era demasiado grande para el hombrecito; así que, en vez de acomodarse en ella, se acurrucó en un rincón.

A medianoche, creyendo el gigante que su invitado estaría profundamente dormido, se levantó y, empujando una enorme barra de hierro, descargó un formidable golpe sobre la cama. Luego volvió a acostarse, en la certeza de que había despachado para siempre a tan impertinente saltarín. A la mañana siguiente, los gigantes, sin acordarse ya del sastrecillo, se disponían a marcharse al bosque cuando, de pronto, lo vieron venir hacia ellos tan alegre y tranquilo como de costumbre. Aquello fue más de lo que podían soportar y, creyendo que iba a matarlos a todos, salieron corriendo, cada uno por su lado.

El sastrecillo prosiguió su camino, siempre a la buena de Dios. Tras mucho caminar, llegó al jardín del palacio real y, como se sentía muy cansado, se echó a dormir sobre la hierba. Mientras dorm?a, se le acercaron varios cortesanos, lo examinaron de arriba a abajo y leyeron en el cinturón: Siete de un golpe.

-¡Ah! -exclamaron-. ¿Qué hace aquí tan terrible hombre de guerra, ahora que estamos en paz? Sin duda, será algún poderoso caballero.

Y corrieron a dar la noticia al rey, dici+ndole que en su opinión sería un hombre extremadamente valioso en caso de guerra y que, en modo alguno, debía perder la oportunidad de ponerlo a su servicio. Al rey le complació el consejo y envió a uno de sus nobles para que le hiciese una oferta tan pronto despertara. El emisario permaneció junto al durmiente y, cuando vio que abría los ojos y despertaba, le comunicó la propuesta del rey.

-Precisamente por eso he venido aquí -respondió el sastrecillo-. Estoy dispuesto a servir al rey.

Así que lo recibieron con todos los honores y le prepararon una residencia especial para +l.

Pero los soldados del rey estaban molestos con +l y deseaban verlo a mil leguas de distancia.

-¿Qué ocurrirá? -comentaban entre sí-. Si nos peleamos con +l y nos ataca, a cada golpe derribará a siete. Eso no lo resistiremos.

Tomaron, pues, la decisión de presentarse al rey y pedirle que los licenciase del ej+rcito.

-No estamos preparados -le dijeron- para estar al lado de un hombre capaz de matar a siete de un golpe.

El rey se disgustó mucho cuando vio que por culpa de uno iba a perder a todos sus fieles servidores. Se lamentaba de haber visto al sastrecillo y, gustosamente, se habría desembarazado de +l; pero no se atrevía a hacerlo, por miedo a que lo matara junto a todos los suyos y luego ocupase el trono. Estuvo pensándolo largamente hasta que, por fin, encontró una solución. Mandó decir al sastrecillo que, siendo tan poderoso guerrero, tenía una propuesta que hacerle: en un bosque del reino vivían dos gigantes que causaban enormes daños con sus robos, asesinatos, incendios y otras atrocidades; nadie podía acercárseles sin correr peligro de muerte. Si +l lograba vencer y exterminar a estos dos gigantes, recibiría la mano de su hija y la mitad del reino como dote nupcial; además, cien jinetes lo acompañar?an y le prestarían su ayuda.

No está mal para un hombre como tú -se dijo el sastrecillo-. Que a uno le ofrezcan una bella princesa y la mitad de un reino es cosa que no sucede todos los días.

-Claro que acepto -respondió-. Acabaré muy pronto con los dos gigantes. Y no necesito a los cien jinetes. El que derriba a siete de un solo golpe no tiene por qué asustarse con dos.

Así, pues, el sastrecillo se puso en marcha, seguido por los cien jinetes. Al llegar al lindero del bosque, dijo a sus acompañantes:

-Esperen aquí. Yo solo acabaré con los gigantes.

Y de un salto se internó en el bosque, donde empezó a buscar por todas partes. Al cabo de un rato descubrió a los dos gigantes: estaban durmiendo al pie de un árbol y roncaban tan fuerte, que las ramas se balanceaban arriba y abajo. El sastrecillo, ni corto ni perezoso, se llenó los bolsillos de piedras y trepó al árbol. Antes de llegar a la copa se deslizó por una rama hasta situarse justo encima de los durmientes; entonces fue tirando a uno de los gigantes una piedra tras otra, apuntándole al pecho. El gigante, al principio, no sintió nada, pero finalmente reaccionó dando un empujón a su compañero y dici+ndole:

-¿Por qué me pegas?

-Estás soñando -dijo el otro-; yo no te estoy pegando.

De nuevo se volvieron a dormir y, entonces, el sastrecillo le tiró una piedra al otro.

-¿Qué significa esto? -gruño el gigante-. ¿Por qué me tiras piedras?

-No te he tirado ninguna piedra -refunfuño el primero.

Aún estuvieron discutiedo un buen rato; pero como los dos estaban cansados, dejaron las cosas como estaban y volvieron a cerrar los ojos. El sastrecillo siguió con su peligroso juego. Esta vez, eligiendo la piedra más grande, se la tiró con toda su fuerza al primer gigante, dándole en todo el pecho.

-¡Esto ya es demasiado! -gritó furioso el gigante. Y saltando como un loco, arremetió contra su compañero y lo empujó con tal fuerza contra el árbol, que lo hizo temblar. El otro le pagó con la misma moneda, y los dos se enfurecieron tanto que arrancaron de cuajo dos árboles enteros y estuvieron golpeándose con ellos hasta que ambos cayeron muertos al mismo tiempo. Entonces bajó del árbol el sastrecillo.

-Es una suerte que no hayan arrancado el árbol en que me encontraba -se dijo-, pues habría tenido que saltar a otro como una ardilla; menos mal que soy ágil.

Y, desenvainando la espada, asestó unos buenos tajos a cada uno en el pecho. Enseguida se fue a ver a los jinetes y les dijo:

-Se acabaron los gigantes, aunque debo reconocer que ha sido un trabajo verdaderamente duro: desesperados, se pusieron a arrancar árboles para defenderse; pero, cuando se tiene enfrente a alguien como yo, que mata a siete de un golpe, no hay nada que valga.

-¿Y no estás herido? -preguntaron los jinetes.

-No piensen tal cosa -dijo el sastrecillo-; no me tocaron ni un pelo.

Los jinetes no podían creerlo. Se internaron con +l en el bosque y allí encontraron a los dos gigantes flotando en su propia sangre y, a su alrededor, los árboles arrancados de cuajo.

El sastrecillo se presentó al rey para exigirle la recompensa ofrecida; pero el rey se hizo el remolón y maquinó otra manera de deshacerse del h+roe.

-Antes de que recibas la mano de mi hija y la mitad de mi reino -le dijo-, tendrás que llevar a cabo una nueva hazaña. En el bosque se encuentra un unicornio que hace grandes estragos y debes capturarlo primero.

-Menos temo yo a un unicornio que a dos gigantes -respondió el sastrecillo- Siete de un golpe: +sa es mi especialidad.

Y se internó en el bosque con un hacha y una cuerda, despu+s de haber rogado a sus escoltas que lo esperasen fuera. No tuvo que buscar mucho: el unicornio se presenó? de pronto y lo embistió ferozmente, decidido a atravesarlo con su único cuerno sin ningún tipo de contemplaciones.

-Poco a poco; la cosa no es tan fácil como piensas -dijo el sastrecillo.

Plantándose muy quieto delante de un árbol, esperó a que el unicornio estuviese cerca y, entonces, saltó ágilmente detrás del árbol. Como el unicornio había embestido con toda su fuerza, el cuerno se clavó en el tronco tan profundamente que, por máss que lo intentó, ya no pudo sacarlo y quedó aprisionado.

-?Ya cayó el pajarillo! -dijo el sastre.

Y saliendo de detrás del árbol, ató la cuerda al cuello del unicornio y cortó el cuerno de un hachazo; cogió al animal y se lo presentó al rey.

Pero +ste aún no quiso entregarle el premio ofrecido y le exigió un tercer trabajo: antes de que la boda se celebrase, el sastrecillo tendría que cazar un feroz jabalí que rondaba por el bosque causando enormes daños. Para ello contaría con la ayuda de los cazadores.

-¡No faltaba más! -dijo el sastrecillo-. ¡Si es un juego de niños!

Dejó a los cazadores a la entrada del bosque, con gran alegría de ellos, pues de tal modo los había recibido el feroz jabalí en otras ocasiones, que no les quedaban ganas de enfrentarse a +l de nuevo. Tan pronto vio al sastrecillo, el jabalí se lanzó sobre +l con sus afilados colmillos echando espuma por la boca. A punto de alcanzarlo, el ágil h+roe huyó a todo correr en dirección hacia una ermita que estaba en las cercanías; entró en ella y, de un salto, pudo salir por la ventana del fondo. El jabalí había entrado tras +l en la ermita; pero ya el sastrecillo había dado la vuelta y le cerró la puerta de un golpe, con lo que el enfurecido animal quedó apresado, pues era demasiado torpe y pesado como para saltar por la ventana. El sastrecillo se apresuró a llamar a los cazadores, para que contemplasen al animal en su prisión.

El rey, acabadas todas sus tretas, tuvo que cumplir su promesa y le dio al sastrecillo la mano de su hija y la mitad de su reino, celebrándose la boda con gran esplendor, aunque con no demasiada alegría. Y así fue como se convirtió en todo un rey el sastrecillo valiente.

Pasado algún tiempo, la joven reina oyó a su esposo hablar en sueños:

-Mozo, cóseme la chaqueta y echa un remiendo al pantalón, si no quieres que te dé entre las orejas con la vara de medir.

Entonces la joven se dio cuenta de la baja condición social de su esposo, y+ndose a quejar a su padre a la mañana siguiente, rogándole que la liberase de un hombre que no era más que un pobre sastre. El rey la consoló y le dijo:

-Deja abierta esta noche la puerta de tu habitación, que mis servidores entrarán en ella cuando tu marido se haya dormido; lo secuestrarán y lo conducirán en un barco a tierras lejanas.

La mujer quedó complacida con esto, pero el fiel escudero del rey, que oyó la conversación, comunicó estas nuevas a su señor.

-Tengo que acabar con esto -dijo el sastrecillo.

Cuando llegó la noche se fue a la cama con su mujer como de costumbre; la esposa, al creer que su marido ya dormía, se levantó para abrir la puerta del dormitorio, volviéndose a acostar despu+s. Entonces el sastrecillo, fingiendo que dormía, empezó a dar voces:

-Mozo, cóseme la chaqueta y echa un remiendo al pantalón, si no quieres que te de entre las orejas con la vara de medir. He derribado a siete de un solo golpe, he matado a dos gigantes, he cazado a un unicornio y a un jabalí. ¿Crees acaso que voy a temer a los que están esperando frente a mi dormitorio?

Los criados, al oir estas palabras, salieron huyendo como alma que lleva el diablo y nunca jamás se les volvería a ocurrir el acercarse al sastrecillo.





Videocuento "Los tres cerditos", con dibujos originales de Pedro Vidal





La leona 

Los cazadores, armados de lanzas y de agudos venablos, se acercaban silenciosamente.
La leona, que estaba amamantando a sus hijitos, sintio el olor y advirtió en seguida el peligro.
Pero ya era demasiado tarde: los cazadores estaban ante ella, dispuestos a herirla.
A la vista de aquellas armas, la leona, aterrada, quiso escapar. Y de repente pensó que sus hijitos quedarían entonces a merced de los cazadores. Decidida a todo por defenderlos, bajó la mirada para no ver las amenazadoras puntas de aquellos hierros y, dando un salto desesperado, se lanzó sobre ellos, poniéndolos en fuga.
Su extraordinario coraje la salvó a ella y salvó a sus pequeñuelos. Porque nada hay imposible cuando el amor guía las acciones.

Fin



 

 La Golondrina y el Ruiseñor

Cantaba el ruiseñor en la soledad de la selva cuando, oyéndole la golondrina, le dijo:
-Vente conmigo a Tebas, una ciudad maravillosa de Egipto. Encuentro tonto que desperdicies tu canto entre zarzas y cardos. Aquí nadie lo aprecia.
-Hermana mía -respondió el ruiseñor-, en esa ciudad tan rica no encontraré más que ruido y tormento. Aquí el aire es perfumado y el arroyo me regala con su música cantarina. No cambiaría mi sosiego por toda la gloria del mundo.

Fin

A correr...

Cuentan que cierto día, estaban en el bosque un caballo y su pequeño hijo, ambos gustaban de correr sin rumbo fijo, solo por el placer de sentir el cálido aire sobre sus cabezas.
Padre e hijo disfrutaban mucho de estas carreras y el compartir sus conversaciones que tanto bien hacia a ambos, siempre tenían pláticas de lo más amenas y realmente existía una comunicación constante entre ellos.
Una mañana, salieron como era su costumbre a correr, estaban muy felices porque era un día espléndido, cuando de repente el pequeño caballo tropezó y cayó rodando, su padre se detuvo de inmediato volviendo sobre sus pasos para ver que le había sucedido a su pequeño hijo.
Se acerco a él para averiguar si se encontraba bien, y el pequeño no lograba levantarse, muy asustado le dijo a su padre: - Siento que no podré volverme a levantar, me siento muy lastimado de una pata.
- Hijo, debes levantarte, acaso ¿Te has roto algo?- Padre, le dijo el caballito, creo que no me he roto nada, sin embargo, un caballo nunca se cae y cuando lo hace, le resulta sumamente difícil levantarse.
- Hijo, estás equivocado, algunos animales como nosotros caen, pero vuelven a levantarse y tu te levantarás, porque tu no tienes nada roto, tu voluntad hará que te levantes y vuelvas a caminar y a correr como siempre lo has hecho, no permitirás que tu mente te haga tomar una decisión equivocada, creyendo que porque has caído no podrás levantarte, además, yo te ayudaré a hacerlo, porque yo  precisaré de tu ayuda, cuando caiga y necesite levantarme igualmente.
- Pero padre, ¿cómo podría yo ayudarte a levantar si soy tan pequeño?
- Hijo no se necesita fuerza física para dar esa clase de ayuda, solo se requiere  un gran amor, esa es la clase de ayuda que necesitamos, sentirnos apoyados por nuestros seres más queridos, y yo te amo mucho y por esa razón te digo que te levantes, porque todavía tenemos muchos caminos que recorrer juntos.
Y nuestro pequeño caballito, se levantó, se sacudió el polvo, empezó a caminar junto a su amado padre y pronto empezaron a correr como era su costumbre.
CAERSE no es lo importante, lo importante es LEVANTARSE cuantas veces sea necesario.

 


EL PÁJARO CAMPANA

Cuando los árboles se miraban en las aguas del río y el sol ofrecía vida con su luz dorada, nació un pichón de bellísimo plumaje.
Los animales del bosque, al oír la melodía de sus trinos, le pusieron el nombre de Pájaro Campana.
Una mañana, que tenía en sí algo de divino, el pájaro de plumaje rojo y piquito negro salió de su nido, desplegó sus alas al viento y voló como una chispa alegre más allá de las nubes nacaradas.
Las ramas eran mecidas por el viento y los animales arrullados por los trinos del pájaro cantor, que volaba haciendo círculos en el espacio donde las nubes fueron barridas por el sol.

La noche tendió su manto sobre el bosque y el Pájaro Campana volvió a su nido bajo un cielo salpicado de estrellas.
A fines de la más límpida estación del año, cuando el bosque estaba como botánico en plenitud, llegó un gorila feroz desde el otro lado del río.
Aunque el Pájaro Campana no advirtió la llegada del cazador, los animales, escondidos tras las piedras y los troncos, atisbaban al gorila que ingresaba al bosque a paso marcial.

El vértigo de los días tristes aún no se presentó, por eso el sol resplandecía alegre, esperando que el Pájaro Campana volara por encima de los árboles, desgranando sus canciones cual racimos de flores.
Esa misma mañana, el pájaro de plumaje rojo y piquito negro voló como un cometa de papel. Su corazón galopaba como un corcel y su sangre corría por sus arterias como un ganado de vacas en tropel. Sus ojos, que eran la luz de su conciencia, veían alejarse la vida y acercarse la muerte, mientras su canto hacía surcos en el aire.


El gorila, tendido sobre el follaje, escuchó el canto del Pájaro Campana. Alistó su fusil y, tras apuntar contra la llamita de fuego, presionó el gatillo y la bala desapareció en la carne vida del pajarito. Pero él, que tenía los huesos tenaces y los músculos fornidos, sólo aterrizó agónico sobre el césped, con una herida abierta en su a la izquierda, de donde le fluía la sangre a borbotones. Parecía una estrella diminuta apagándose en el bosque. La sangre se le confundía con el color de su plumaje y los latidos del corazón con los redobles del tambor.
El sol radiante, testigo del acto fúnebre, proyectó el espectro enorme e impresionante del gorila. La sombra cayó allí donde el pájaro se retorcía en suplicios de dolor.
-¡Muere ya! -gritó el gorila, con un bramido descomunal.
-No muero -replicó el pajarito-, porque hoy mismo nacen millares de pichones que tienen el color de mi plumaje...
El trágico espectáculo hizo que el sol se escondiera detrás de las nubes y las flores se marchitaran una a una.
Al precipitarse la noche, el gorila de corazón más duro que la roca y más frío que la muerte retornó a su guarida. La luna se descompuso en aspas fosforescentes y los animales decidieron vengar la muerte del Pájaro Campana.


Cuando la última estrella se apagó en el cielo, el gorila salió de su guarida, el fusil terciado a la espalda y las botas destalonadas. Sintió retorcijones en su panza y se echó a correr bosque adentro, articulando palabras que rebotaban en el silencio. Cortó la respiración en su punto más alto, aspiró hasta inflarse como un sapo y aligeró sus pasos para internarse cuanto antes en el bosque. Al cabo de un tiempo, se detuvo y miró en derredor; no se veía a nadie ni se oía un murmullo.
-Todo ha quedado sin vida -dijo, contemplando sus botas destalonadas.
Y en medio de un silencio insondable, los animales emprendieron su plan de imponer justicia en el bosque. Lo primero era cercar al gorila y después hacer..., hacer lo que vendría.
-¿Dónde están mis presas que no las veo? -dijo el gorila, con un tono de queja en su voz.
Las lágrimas ahogaron su mirada y el aliento se le hizo un nudo en la garganta. No sabía qué hacer, si quedarse o volver. Estaba cabizbajo y perniabierto, y su corazón, más grande que el puño de una mano, parecía estallar contra los huesos de su pecho.
Los animales avanzaron hacia donde estaba el gorila, la boca espumante y los ojos anegados. Había llegado el instante de la asonada final. El conejo lanzó un vibrante grito de ataque y los demás se lanzaron a la carga.
El gorila, a pesar de estar armado, no pudo retener al torrente de animales que se le abalanzaron con el ímpetu de una ola, pero así aprendió que el bosque no existen seres más poderosos que la inmensa mayoría.
Pasado el incidente, aquel lugar volvió a ser como antes: el jardín florido de la tierra, y el Pájaro Campana, que renació trinando versos de justicia, voló como una bandera victoriosa anunciando la libertad.

Víctor Montoya

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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