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Julio Florez,

poesias cortas

 


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Julio Florez

Abstracción

A veces melancólico me hundo 
en mi noche de escombros y miserias, 
y caigo en un silencio tan profundo 
que escucho hasta el latir de mis arterias. 

Más aún: oigo el paso de la vida 
por la sorda caverna de mi cráneo 
como un rumor de arroyo sin salida, 
como un rumor de río subterráneo. 

Entonces presa de pavor y yerto 
como un cadáver, mudo y pensativo, 
en mi abstracción a descifrar no acierto 

Si es que dormido estoy o estoy despierto, 
si un muerto soy que sueña que está vivo 
o un vivo soy que sueña que está muerto.

 

 

 

Aún

Mil veces me engañó; más de mil veces
abrió en mi corazón sangrienta herida;
de los celos la copa desabrida
me hizo beber hasta agotar las heces.

Fue en mi vida, con todas sus dobleces,
la causa de mi angustia -no extinguida-
aunque, ¡pobre de mí! toda la vida
su mentiroso amor... pagué con creces.

Los tiempos han pasado; ya su boca
no me da sus caricias, ni me abrasa
el fuego de sus ósculos de loca;

¡y sin embargo mi pasión persiste...
pues, cuando a veces por mi senda pasa,
me alejo mudo... y cabizbajo... y triste!

 


 

 

Candor

Azul... azul... azul estaba el cielo. 
El hálito quemaste del estío 
comenzaba a dorar el terciopelo 
del prado, en donde se remansa el río. 

A lo lejos, el humo de un bohío, 
tal de una novia el intocado velo, 
se alza hasta perderse en el vacío 
con un ondulante y silencioso vuelo. 

De pronto me dijiste: -El amor mío 
es puro y blando, así como ese río 
que rueda allá sobre el lejano suelo-

y me miraste al terminar, tranquila, 
con el alma asomada a tu pupila. 
Y estaba azul tu alma como el cielo.

 

 

 

Cuando lejos muy lejos, en hondos mares...

Cuando lejos muy lejos, en hondos mares, 
en lo mucho que sufro pienses a solas, 
si exhalas un suspiro por mis pesares, 
mándame ese suspiro sobre las olas.

Cuando el sol con sus rayos desde el oriente
rasgue las blondas gasas de las neblinas, 
si una oración murmuras por el ausente, 
deja que me la traigan las golondrinas.

Cuando la tarde pierda sus tristes galas, 
y en cenizas se tornen las nubes rojas, 
mándame un beso ardiente sobre las alas 
de las brisas que juegan entre las hojas.

Que yo, cuando la noche tienda su manto, 
yo, que llevo en el alma sus mudas huellas, 
te enviaré, con mis quejas, un dulce canto
en la luz temblorosa de las estrellas!

 

 

 

En el salón

En tu melena, do la noche habita,
temblaba una opulenta margarita
como un astro fragante entre la sombra;
de pronto, con tristeza,
doblaste la cabeza
y rodó la la alta flor sobre la alfombra.
Sin verla, diste un paso
y la flor destrozaste blandamente
con tu escarpín de refulgente raso.

Yo, que aquello miraba, de repente
con angustia infinita,
al ver que la tortura deliciosa
se alargaba de aquella flor hermosa,
con voz que estrangulaba mi garganta
dije a la flor ya exánime y marchita:
"¡Quién fuera tú... dichosa margarita,
para morir así... bajo su planta!"

 

 

 

En la agonía

                                                                       (Últimos versos del poeta)

Nó, retira esa droga, que no luche
por más tiempo del doctor... ¡Es muy tenaz!
Ven, que el latido de tu pecho escuche.

             ¡Ven, acércate más!

Dime, ¿quieres curarme? ¿Sí? Pues eso
fácil es y un remedio hay eficaz:
¡pon tu boca en mi boca y dame un beso
             que no acabe jamás!

 

 


 

¿En qué piensas?

Dime: cuando en la noche taciturna,
la frente escondes en tu mano blanca,
y oyes la triste voz de la nocturna
brisa que el polen de la flor arranca;

cuando se fijan tus brillantes ojos
en la plomiza clámide del cielo...
y mustia asoma entre tus labios rojos
una sonrisa fría como el hielo;

cuando en el marco gris de tu ventana
lánguida apoyas tu cabeza rubia...
y miras con tristeza en la cercana
calle, rodar las gotas de la lluvia;

dime: cuando en la noche te despiertas
y hundes el codo en la almohada y lloras...
y abres entre las sombras las inciertas
pupilas como el sol abrasadoras;

¿en qué piensas? ¿en qué? ¡pobre ángel mío!
Piensas en nuestro amor despedazado
ya, como el junco al ímpetu bravío
del torrente que salta desbordado?

¿Piensas tal vez en las azules tardes
en que a la luz de tu mirada ardiente,
mis ojos indecisos y cobardes
posáronse en el mármol de tu frente?

¿O piensas en la hojosa enredadera
bajo la cual un tiempo te veía
peinar tu ensortijada cabellera,
al abrirse los párpados del día?

¡Quién sabe!... no lo sé, pero imagino
que en esas horas de aparente calma,
percibes mucha sombra en tu camino,
¡sientes muchas tristezas en el alma!

Mas... otro amante extinguirá tu frío,
yo sé que tu pesar no será eterno;
mañana vivirás en pleno estío...
y yo, con mi dolor... ¡en pleno invierno!

 

 

 

Flores negras

Oye: bajo las ruinas de mis pasiones, 
y en el fondo de esta alma que ya no alegras,
entre polvos de ensueños y de ilusiones
yacen entumecidas mis flores negras.

Ellas son el recuerdo de aquellas horas
en que presa en mis brazos te adormecías,
mientras yo suspiraba por las auroras
de tus ojos, auroras que no eran mías.

Ellas son mis dolores, capullos hechos;
los intensos dolores que en mis entrañas
sepultan sus raíces, cual los helechos
en las húmedas grietas de las montañas.

Ellas son tus desdenes y tus reproches
ocultos en esta alma que ya no alegras;
son, por eso, tan negras como las noches
de los gélidos polos, mis flores negras.

Guarda, pues, este triste, débil manojo,
que te ofrezco de aquellas flores sombrías;
guárdalo, nada temas, es un despojo
del jardín de mis hondas melancolías.

 

 

 

Huyeron las golondrinas...

Huyeron las golondrinas 
de tus alegres balcones; 
ya en la selva no hay canciones 
sino lluvias y neblinas.

Me dan pesar sus espinas 
sólo porque a otras regiones 
huyeron las golondrinas 
de tus alegres balcones.

Insondables aflicciones 
se posan entre las ruinas 
de mis ya muertas pasiones. 
¡Ay, que con las golondrinas 
huyeron mis ilusiones!

 

 

 

Humana

Hermosa y sana, en el pasado estío,
murmuraba en mi oído, sin espanto:
"Yo quisiera morirme, amado mío;
más que el mundo me gusta el camposanto".

Y de fiebre voraz bajo el imperio,
moribunda ayer tarde, me decía:
"No me dejes llevar al cementerio...
Yo no quiero morirme todavía..."

¡Oh, Señor... y qué frágiles nacimos!
¡Y qué variables somos y seremos!
¡Si la tumba está lejos... la pedimos!
¡Pero si cerca está...no la queremos!

 

 

 

Idilio eterno

Ruge el mar, se encrespa y se agiganta; 
la luna, ave de luz, prepara el vuelo 
y en el momento en que la faz levanta, 
da un beso al mar, y se remonta al cielo.

Y aquel monstruo indomable, que respira 
tempestades, y sube y baja y crece, 
al sentir aquel ósculo, suspira... 
y en su cárcel de rocas... se estremece!

Hace siglos de siglos que, de lejos, 
tiemblan de amor en noches estivales; 
ella le da sus límpidos reflejos, 
él le ofrece sus perlas y corales.

Con orgullo se expresan sus amores 
estos viejos amantes afligidos; 
Ella le dice «¡te amo!» en sus fulgores, 
y él responde «¡te adoro!» en sus rugidos.

Ella lo aduerme con su lumbre pura, 
y el mar la arrulla con su eterno grito 
y le cuenta su afán y su amargura 
con una voz que truena en lo infinito.

Ella, pálida y triste, lo oye y sube
le habla de amor en su celeste idioma, 
y, velando la faz tras de la nube, 
le oculta el duelo que a su frente asoma.

Comprende que su amor es imposible, 
que el mar la acopia en su convulso seno, 
y se contempla en el cristal movible 
del monstruo azul, en que retumba el trueno.

Y, al descender tras de la sierra fría, 
le grita el mar: «¡en tu fulgor me abraso!» 
¡no desciendas tan pronto, estrella mía! 
¡estrella de mi amor, detén el paso!

¡Un instante mitiga mi amargura, 
ya que en tu lumbre sideral me bañas! 
¡no te alejes!... ¿no ves tu imagen pura, 
brillar en el azul de mis entrañas?"

Y ella exclama, en su loco desvarío: 
«¡Por doquiera la muerte me circunda! 
¡Detenerme no puedo monstruo mío! 
¡Compadece a tu pobre moribunda!

¡Mi último beso de pasión te envío; 
mi postrer lampo a tu semblante junto!...» 
Y en las hondas tinieblas del vacío, 
hecha cadáver se desploma al punto.

Entonces, el mar, de un polo al otro polo, 
al encrespar sus olas plañideras, 
inmenso, triste, desvalido y solo, 
cubre con sus sollozos las riberas.

Y al contemplar los luminosos rastros 
del alba luna en el oscuro velo, 
tiemblan, de envidia y de dolor, los astros 
en la profunda soledad del cielo.

¡Todo calla!... El mar duerme, y no importuna 
con sus gritos salvajes de reproche; 
¡y sueña que se besa con la luna 
en el tálamo negro de la noche!

 

 

 

Justicia

Cuentan que un rey soberbia y corrompido
cerca del mar, con su conciencia a solas,
sobre la playa se quedó dormido;
y agregan que aquel mar lanzó un rugido
y sepultó al infame entre sus olas!

Hoy, bien hacéis ¡oh déspotas del mundo!
en estar con los ojos siempre abiertos...
porque el pueblo es un mar, y un mar profundo
que piensa, que castiga y que, iracundo,
os puede devorar. ¡Vivid despiertos!

 

 

 

La gran tristeza

Una inmensa agua gris, inmóvil, muerta, 
sobre un lúgubre páramo tendida; 
a trechos, de algas lívidas cubierta; 
ni un árbol, ni una flor, todo sin vida, 
¡todo sin alma en la extensión desierta!

Un punto blanco sobre el agua muda, 
sobre aquella agua de esplendor desnuda, 
se ve brillar en el confín lejano: 
es una garza inconsolable, viuda, 
que emerge como un lirio del pantano.

Entre aquella agua, y en lo más distante, 
¿esa ave taciturna en qué medita? 
¡No ha sacudido el ala un solo instante, 
y allí parece un vivo interrogante 
que interroga a la bóveda infinita!

Ave triste, responde: Alguna tarde 
en que rasgabas el azul de enero 
con tu amante feliz, haciendo alarde 
de tu blancura, ¿el cazador cobarde 
hirió de muerte al dulce compañero?

¿O fue que al pie del saucedal frondoso, 
donde con él soñabas y dormías, 
al recio empuje de huracán furioso, 
rodó en las sombras el alado esposo 
sobre las secas hojarascas frías?

¿O fue que huyó el ingrato, abandonando 
nido y amor, por otras compañeras, 
y tú, cansada de buscarlo, amando 
como siempre, lo esperas sollozando, 
o perdida la fe... ya no lo esperas?

Dime: ¿Bajo la nada de los cielos, 
alguna noche la tormenta impía 
cayó sobre el juncal, y entre los velos 
de la niebla, sin vida tus polluelos 
flotaron sobre el agua... al otro día?

¿Por qué ocultas ahora la cabeza 
en el rincón del ala entumecida? 
¡Oh, cuán solos estamos!... Ve, ya empieza 
a anochecer: ¡Qué igual es nuestra vida!... 
Nuestra desolación!... ¡Nuestra tristeza!

¿Por qué callas? La tarde expira, llueve, 
y la lluvia tenaz deslustra y moja 
tu acolchado plumón de raso y nieve. 
¡Huérfano soy!... 
¡La garza no se mueve... 
y el sol ha muerto entre su fragua roja!

 

 

 

Madrigal

¿Me quieres?... ¡Que tu acento me lo diga
ante aquel sol que muere en el ocaso!
Tú, que mitigas mi pesar... ¡mitiga
esta fiebre voraz en que me abraso!

Tembló su labio y balbució: ¡Lo juro!

Sus tachonadas puertas entreabría
la muda noche en la extensión vacía:
y en mi espíritu lóbrego y oscuro...
en aquel mismo instante amanecía!

 

 

 

Naufragio

Lloró cuando la dije: adiós mi vida;
y al través de las gotas de su llanto,
sus inquietas pupilas parecían
dos góndolas azules naufragando.

 

 

 

¡Oh luna!

Melancólica reina pudibunda
que vagas por los ámbitos del cielo
como un místico témpano de hielo
entre la negra oscuridad profunda.

En esta noche en que tu faz circunda
un halo transparente como el velo
de las vírgenes novias, un anhelo,
azul y enorme como el mar, me inunda.

¿Sabes lo que mi espíritu ambiciona
en esta noche de noviembre, fría,
en que el cierzo las tumbas desmorona?

Que bajes de la bóveda sombría,
y pongas esa sideral corona
sobre el sepulcro de la madre mía.

 

 

 

¿Quién oye?

De noche, bajo el cielo desolado, 
pienso en tu amor y pienso en tu abandono, 
¡y miro en mi interior deshecho el trono 
que te alcé como a un ídolo sagrado! 

¡Al ver mi porvenir despedazado 
por tu infidelidad, crece mi encono! 
Mas, como sé que sufres, te perdono... 
¡Oh, tú jamás me hubieras perdonado!

Mis lágrimas, en trémulo derroche, 
ruedan al fin, y luego, en inaudito 
arranque, a Dios elevo mi reproche...

¡Pero se pierde entre el negror mi grito 
y sólo escucho, en medio de la noche, 
del silencio el monólogo infinito!

 

 

 

Resurrecciones

Algo se muere en mi todos los días; 
la hora que se aleja me arrebata, 
del tiempo en insonora catarata, 
salud, amor, ensueños y alegrías. 

Al evocar las ilusiones mías, Pienso: 
«¡yo, no soy yo!» ¿por qué, insensata, 
la misma vida con su soplo mata 
mi antiguo ser, tras lentas agonías? 

Soy un extraño ante mis propios ojos, 
un nuevo soñador, un peregrino 
que ayer pisaba flores y hoy... abrojos. 

Y en todo instante, es tal mi desconcierto, 
que, ante mi muerte próxima, imagino 
que muchas veces en la vida... he muerto.

 

 

 

Sus ojos se entornaron

Sus ojos se entornaron; sobre los blancos hielos
de las altivas cumbres agonizaba el sol;
y de las densas brumas tras de los amplios velos
quedó flotando, a solas, inmóvil, en los cielos,
el lívido cadáver del último arrebol.

La luna, como un arco de nívea luz cuajada,
subió con lento paso del infinito en pos;
y entonces, reclinando la frente inmaculada
sobre mi pecho -¡mira!- me dijo mi adorada-
¡qué barca tan hermosa para bogar los dos!

Hoy..."ella"  ya no existe! Bajo un rosal florido
descansa la que un día me dió luz y calor;
mas desde aquella tarde, contemplo, entristecido,
la luna, cuando sóla, como un bajel perdido
en el azul derrama su gélido fulgor.

 


 

 

Todo nos llega tarde... ¡hasta la muerte!

Todo nos llega tarde... ¡hasta la muerte! 
Nunca se satisface ni alcanza 
la dulce posesión de una esperanza 
cuando el deseo acósanos más fuerte.

Todo puede llegar: pero se advierte 
que todo llega tarde: la bonanza, 
después de la tragedia: la alabanza 
cuando ya está la inspiración inerte.

La justicia nos muestra su balanza 
cuando su siglos en la Historia vierte 
el Tiempo mudo que en el orbe avanza;

Y la gloria, esa ninfa de la suerte, 
solo en las sepulturas danza. 
Todo nos llega tarde... ¡hasta la muerte!

 

 


 

Tú no sabes amar; ¿acaso intentas...

Tú no sabes amar; ¿acaso intentas
darme calor con tu mirada triste?
El amor nada vale sin tormentas,
¡sin tempestades... el amor no existe!

Y sin embargo, ¿dices que me amas?
No, no es el amor lo que hacia mí te mueve:
el Amor es un sol hecho de llamas,
y en los soles jamás cuaja la nieve.

¡El amor es volcán, es rayo, es lumbre,
y debe ser devorador, intenso,
debe ser huracán, debe ser cumbre...
debe alzarse hasta Dios como el incienso!

¿Pero tú piensas que el amor es frío?
¿Que ha de asomar en ojos siempre yertos?
¡Con tu anémico amor... anda, bien mío,
anda al osario a enamorar los muertos!

 

 

 

Tus ojos

Ojos indefinibles, ojos grandes,
como el cielo y el mar hondos y puros,
ojos como las selvas de los Andes:
misteriosos, fantásticos y oscuros.

Ojos en cuyas místicas ojera
se ve el rostro de incógnitos pesares,
cual se ve en la aridez de las riberas
la huella de las ondas de los mares.

Miradme con amor, eternamente,
ojos de melancólicas pupilas,
ojos que semejáis bajo su frente,
pozos de aguas profundas y tranquilas.

Miradme con amor, ojos divinos,
que adornáis como soles su cabeza,
y, encima de sus labios purpurinos,
parecéis dos abismos de tristeza.

Miradme con amor, fúlgidos ojos,
y cuando muera yo, que os amo tanto
verted sobre mis lívidos despojos,
el dulce manantial de vuestro llanto!

 

 

 

Visión

¿Eres un imposible? ¿Una quimera? 
¿Un sueño hecho carne, hermosa y viva? 
¿Una explosión de luz? Responde esquiva 
maga en quien encarnó la primavera.

Tu frente es lirio, tu pupila hoguera, 
tu boca flor en donde nadie liba 
la miel que entre sus pétalos cautiva 
al colibrí de la pasión espera.

¿Por qué sin tregua, por tu amor suspiro, 
si no habré de alcanzar ese trofeo? 
¿Por qué llenas el aire que respiro?

En todas partes te halla mi deseo: 
los ojos abro y por doquier te miro; 
cierro los ojos y entre mí te veo.

 

 

 

Y no temblé al mirarla! El tiempo había...

¡Y no temblé al mirarla! El tiempo había
su tez apenas marchitado; hacía
tanto... que ni de lejos la veía...

Vago tinte de aurora su semblante
inundó de repente, en el instante
en que me vio tan cerca... y tan distante!...

Las luchas interiores, no los años,
revelaban también sus desengaños,
que absortos tuvo a todos los extraños.

Llevaba en el regazo un pobre niño,
trémulo y silencioso y sin aliño,
pero bello, y más blanco que un armiño.

¡Todo lo adiviné!... y aquella hermosa
que fue hasta ayer inmaculada rosa,
única a quien llamado hubiera esposa...

pero que nunca a mi reclamo vino,
que me odió y en mi lóbrego camino
del desprecio glacial sembró el espino;

aquella esquiva flor que en una grieta
de mis ruinas nació, cual la violeta,
y a un tiempo me hizo pérfido y poeta,

en el momento en que los rayos rojos
del triste sol de ocaso, los despojos
de la tarde alumbraban, de sus ojos

vertió al bajar del tren, como rocío,
un diluvio de lágrimas... ¡Dios mío!
Pero yo estaba como el mármol... ¡frío!