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Dámaso Alonso,

poemas, poesias cortas

 


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Damaso Alonso


A los que van a nacer

¡Cuán cerca todavía
de las manos de Dios! ¿Sentís su aliento
rugir entre los cedros del Levante?
¿Hay en vuestras pupilas rabos de oro,
vedijitas, aún, incandescentes,
de la gran lumbrarada creadora?
¿O fraguasteis, tal vez, en su sonrisa
-sonrisillas de Dios, niños dormidos-
y juerga en vuestras salas,
niño eternal, gran inventor de juegos?
Oh, vosotros le veis, seres profundos,
y saltáis en el vientre de la madre.

¿Qué peces de colores
os surcan aguas del dorado sueño?
¿Qué divinos esquifes
-juguetes sin engaño-
cruzan el día albar de vuestro cauce?
¿De qué extraña ladera
son esas pedrezuelas diminutas
que bullen al manar de vuestras aguas?
Oh fuentes silenciosas.
Oh soterradas fuentes
de los enormes ríos de la vida.

Seréis torrente en furia
que va a rodar al páramo. Seréis
indagación y grito sin respuesta.
Ay, guardad esta luz estremecida.
Ay, refrenad el agua,
volved al centro exacto.
Ay de vosotros.

... Ay de estos cieguecitos
de leche no cuajada,
de tierna pulpa vegetal, dormida.
Ay, copos de manteca,
que hacia el mercado vais –de sus ordeños
modelados por Dios, aún en su música,
con las gotas aún de su rocío-
entre las verdes hojas de los úteros.

Amor

¡Primavera feroz! Va mi ternura
por las más hondas venas derramada,
fresco hontanar, y furia desvelada,
que a extenuante pasmo se apresura.

¡Oh qué acezar, qué hervir, oh, qué premura
de hallar, en la colina clausurada,
la llaga roja de la cueva helada,
y su cura más dulce, en la locura!

¡Monstruo fugaz, espanto de mi vida,
rayo sin luz, oh tú, mi primavera,
mi alimaña feroz, mi arcángel fuerte!

¿Hacia qué hondón sombrío me convida,
desplegada y astral, tu cabellera?
¡Amor. amor, principio de la muerte!

¡Ay, terca niña!...

¡Ay, terca niña!
Le dices que no al viento,
a la niebla y al agua:
rajas al viento,
partes la niebla,
hiendes el agua.
Te niegas a la luz profundamente:
la rechazas,
ya teñida de ti: verde, amarilla,
- vencida ya - gris, roja, plata.

Y celas de la noche,
la ardua
noche de horror de tus entrañas sordas.

Cuando la mano intenta poseerte,
siente la piel tus límites:
la muralla, la cava
de tu enemiga fe, siempre en alerta.

Nombre te puse, te marcó mi hierro,
«cáliz», «brida», «clavel», «cenefa», «pluma»...
(Era tu sombra lo que aprisionaba.)
Al interior sentido
convoqué contra ti. Y, oh burladora,
te deshiciste en forma y en color,
en peso o en fragancia.
¡Nunca tú: tú, caudal, tú, inaprehensible!

¡Ay, niña terca.
Ay, voluntad del ser, presencia hostil,
límite frío a nuestro amor! ¡Ay turbia
bestezuela de sombra,
que palpitas ahora entre mis dedos,
que repites ahora entre mis dedos
tu dura negativa de alimaña.

Burla

Por las praderas hondas,
avizor y azoradas
-oh ciervas en huída-
las ideas se escapan

con tan ligeros pies,
que si se abate el rayo,
raptor del alto cielo,
no encuentra más que campo:

paréntesis de cauce,
asomos de colina,
árbol agudo, huella
de pie veloz: sonrisa.

Ciencia de amor

No sé. Sólo me llega, en el venero
de tus ojos, la lóbrega noticia
de dios; sólo en tus labios, la caricia
de un mundo en mies, de un celestial granero.

¿Eres limpio cristal, o ventisquero
destructor? No, no sé... De esta delicia,
yo sólo sé su cósmica avaricia,
el sideral latir con que te quiero.

yo no sé si eres muerte o eres vida,
si toco rosa en ti, si toco estrella,
si llamo a Dios o a ti cuando te llamo.

Junco en el agua o sorda piedra herida,
sólo sé que la tarde es ancha y bella,
sólo sé que soy hombre y que te amo.

¿Cómo era?

¿Cómo era Dios mío, cómo era?
Juan Ramón Jiménez

La puerta franca.
Vino queda y suave.
Ni materia ni espíritu. Traía
una ligera inclinación de nave
y una luz matinal de claro día.

No era de ritmo, no era de armonía
ni de color. El corazón la sabe,
pero decir cómo era no podría
porque no es forma, ni en la forma cabe.

Lengua, barro mortal, cincel inepto
deja la flor intacta del concepto
en esta clara noche de mi boda,

y canta mansamente, humildemente,
la sensación, la sombra, el accidente,
mientras Ella me llena el alma toda.

Destrucción inminente

¿Te quebraré, varita de avellano,
te quebraré quizás? ¡Oh tierna vida,
ciega pasión en verde hervor nacida,
tú, frágil ser que oprimo con mi mano!

Un chispazo fugaz, sólo un liviano
crujir en dulce pulpa estremecida,
y aprenderás, oh rama desvalida,
cuánto pudo la muerte en un verano.

Mas, no; te dejaré... Juega en el viento,
hasta que pierdas, al otoño agudo,
tu verde frenesí, hoja tras hoja.

Dame otoño también, Señor, que siento
no sé qué hondo crujir, qué espanto mudo.
Detén, oh Dios, tu llamarada roja.

Dolor

Hacia la madrugada
me despertó de un sueño dulce
un súbito dolor,
un estilete
en el tercer espacio intercostal derecho.

Fino, fino,
iba creciendo y en largos arcos se irradiaba.
Proyectaba raíces, que, invasoras,
se hincaban en la carne,
desviaban, crujiendo, los tendones,
perforaban, sin astillar, los obstinados huesos,
durísimos
y de él surgía todo un cielo de ramas
oscilantes y aéreas,
como un sauce juvenil bajo el viento,
ahora iluminado, ahora torvo,
según los galgos-nubes galopan sobre el campo
en la mañana primaveral.

Sí, sí, todo mi cuerpo era como un sauce abrileño,
como un sutil dibujo,
como un sauce temblón, todo delgada tracería,
largas ramas eléctricas,
que entrechocaban con descargas breves,
entrelazándose, disgregándose,
para fundirse en nódulos o abrirse
en abanico.

¡Ay!
Yo, acurrucado junto a mi dolor,
era igual que un niñito de seis años
que contemplara absorto
a su hermano menor, recién nacido,
y de pronto le viera
crecer, crecer, crecer,
hacerse adulto, crecer
y convertirse en un gigante,
crecer, pujar, y ser ya cual los montes,
pujar, pujar, y ser como la vía láctea,
pero de fuego,
crecer aún, aún,
ay, crecer siempre.
Y yo era un niño de seis años
acurrucado en sombra junto a un gigante cósmico.

Y fue como un incendio,
como si mis huesos ardieran,
como si la médula de mis huesos chorreara fundida,
como si mi conciencia se estuviera abrasando,
y abrasándose, aniquilándose,
aún incesantemente
se repusiera su materia combustible.

Fuera, había formas no ardientes,
lentas y sigilosas,
frías:
minutos, siglos, eras:
el tiempo.
Nada más: el tiempo frío, y junto a él un incendio
universal, inextinguible.

Y rodaba, rodaba el frío tiempo, el impiadoso tiempo
sin cesar,
mientras ardía con virutas de llamas,
con largas serpientes de azufre,
con terribles silbidos y crujidos,
siempre,
mi gran hoguera.
Ah, mi conciencia ardía en frenesí,
ardía en la noche,
soltando un río líquido y metálico
de fuego,
como los altos hornos
que no se apagan nunca,
nacidos para arder, para arder siempre.

El indiferente

Batientes en sus goznes,
de tierra aún, los sueños,
en tanto desamparo,
los ojos dan, abiertos,

a esquilas amorosas,
resabios de ganado,
que aun tiemblan si es que gime
al cobijo del álamo.

Del álamo implacable,
pastor sutil del viento,
a esquilas de estos sotos
-¡belleza suya!- ciego.

En la sombra

Sí: tú me buscas.

A veces en la noche yo te siento a mi lado,
que me acechas,
que me quieres palpar,
y el alma se me agita con el terror y el sueño,
como una cabritilla, amarrada a una estaca,
que ha sentido la onda sigilosa del tigre
y el fallido zarpazo que no incendió la carne,
que se extinguió en el aire oscuro.

Sí: tú me buscas.

Tú me oteas, escucho tu jadear caliente,
tu revolver de bestia que se hiere en los troncos,
siento en la sombra
tu inmensa mole blanca, sin ojos, que voltea
igual que un iceberg que sin rumor se invierte en el
agua salobre.

Sí: me buscas.
Torpemente, furiosamente lleno de amor me buscas.

No me digas que no. No, no me digas
que soy náufrago solo
como esos que de súbito han visto las tinieblas
rasgadas por la brasa de luz de un gran navío,
y el corazón les puja de gozo y de esperanza.
Pero el resuello enorme
pasó, rozó lentísimo, y se alejó en la noche,
indiferente y sordo.

Dime, di que me buscas.
Tengo miedo de ser náufrago solitario,
miedo de que me ignores
como al náufrago ignoran los vientos que le baten,
las nebulosas últimas, que, sin ver, le contemplan.

¿Existes? ¿No existes?

I
¿Estás? ¿No estás? Lo ignoro; sí, lo ignoro.
Que estés, yo lo deseo intensamente.
Yo lo pido, lo rezo. ¿A quién? No sé
¿A quién? ¿a quién? Problema es infinito.

¿A ti? ¿Pues cómo, si no sé si existes?
Te estoy amando, sin poder saberlo.
Simple, te estoy rezando; y sólo flota
en mi mente un enorme «Nada» absurdo.

Si es que tú no eres, ¿qué podrás decirme?
¡Ah!, me toca ignorar, no hay día claro;
la pregunta se hereda, noche a noche:
mi sueño es desear, buscar sin nada.

Me lo rezo a mi mismo: busco, busco.
Vana ilusión buscar tu gran belleza.
Siempre necio creer en mi cerebro:
no me llega más dato que la duda.

¿Quizá tú eres visible? ¿O quizá sólo
serás visible, a inmensidad soberbia?
¿Serás quizá materia al infinito,
de cósmica sustancia difundida?

¿Hallaré tu existir si intento, atónito,
encontrarte a mi ver, o en lejanía?
La mayor amplitud, cual ser inmenso,
buscaré donde el mundo me responda.

II
¿Pedir sólo lo inmenso conocido?
¿Pedir o preguntar al Universo?
No al universo de la tierra nuestra,
bajo, insensible, monstruoso, duro;

sí al Universo enorme, ya sin límites,
con planetas, los astros, las galaxias:
tal un dios material, flotando luces
en billones de años, sin fronteras.

Allí hay humanidades infinitas;
las llamo tal, mas son de extrañas formas:
nada igual a los hombres de esta tierra,
que aquí lloramos nuestra vida inmunda.

¡Extremado universo, inmenso, hermoso!
Con eterna amplitud, materias cósmicas,
avanzan infinitas las galaxias,
nebulosas: son gas, sólidas, líquidas.

III
Inmensidad, cierto es.
Mas yo no quiero
inmensidad-materia; otra es la mía,
inmateria que exista ( ¡ay, si no existe! ),
eterna, de omnisciencia, omnipotente.

No material, ¿pues que? Te llamo espíritu
( porque en mi vida espíritu es lo sumo ).
Yo ignoro si es que existes; y si espíritu.
Yo, sin saber, te adoro, te deseo.

esto es máximo amor; mi amor te inunda;
el alma se me irradia en adorarte;
mi vida es tuya sólo ( ¿ya no dudo? ).
Amor, no sé si existes. Tuyo, te amo.

Gota pequeña, mi dolor...

Gota pequeña, mi dolor.
La tiré al mar.
Al hondo mar.
Luego me dije: ¡A tu sabor
ya puedes navegar!

Más me perdió la poca fe...
La poca fe
de mi cantar.
Entre onda y cielo naufragué.

Y era un dolor inmenso el mar.

Gozo del tacto

Estoy vivo y toco
Toco, toco, toco.
Y no, no estoy loco.

Hombre, toca, toca
lo que te provoca:
seno, pluma, roca,

pues mañana es cierto
que ya estarás muerto,
tieso, hinchado, yerto.

Toca, toca, toca,
¡qué alegría loca!
Toca. Toca. Toca.

Insomnio

Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres
(según las últimas estadísticas).
A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo
en este nicho en el que hace 45 años que me pudro,
y paso largas horas oyendo gemir al huracán, o ladrar los perros,
o fluir blandamente la luz de la luna.
Y paso largas horas gimiendo como el huracán,
ladrando como un perro enfurecido,
fluyendo como la leche de la ubre caliente de una gran vaca amarilla.
Y paso largas horas preguntándole a Dios,
preguntándole por qué se pudre lentamente mi alma,
por qué se pudren más de un millón de cadáveres en esta ciudad
de Madrid,
por qué mil millones de cadáveres se pudren lentamente en el mundo.
Dime, ¿qué huerto quieres abonar con nuestra podredumbre?
¿Temes que se te sequen los grandes rosales del día,
las tristes azucenas letales de tus noches?

Lucía

Lucía es rubia y pálida. Sus quietas
pupilas de princesa vagamente
miran hacia el ocaso, y en su frente
se muere una ilusión. Las violetas

de sus grandes ojeras melancólicas
parece que presienten el intenso
olor del camposanto y el incienso
de preces funerarias y católicas.

Sobre su falda tiene un libro abierto...
Mueve el aire los árboles del huerto,
y a la hoja del libro va una hoja

otoñal...

( En el libro se refiere
cómo besa una hoja que se muere
a una rosa carnal que se deshoja... )

Qué sutil gracia
tiene tu amor, Amada!

Hoy las rosas eran más rosas
y las palomas blancas, más blancas
y la risa del niño paralítico
del paseo de invierno estaba

suspensa, quieta, azul y diluida
para ti y para mí.

¡Qué sutil gracia
tiene tu amor, Amada!

Madrigal de las once

Desnudas han caído
las once campanadas.

Picotean la sombra de los árboles
las gallinas pintadas
y un enjambre de abejas
va rezumbando encima.

La mañana
ha roto su collar desde la torre.

En los troncos, se rascan las cigarras.

Por detrás de la verja del jardín,
resbala,
quieta,
tu sombrilla blanca.

Mujeres

Oh, blancura. ¿Quién puso en nuestras vidas
de frenéticas bestias abismales
este claror de luces siderales,
estas nieves, con sueño enardecidas?

Oh dulces bestezuelas perseguidas.
Oh terso roce. Oh signos cenitales.
Oh músicas. Oh llamas. Oh cristales.
Oh velas altas, de la mar surgidas.

Ay, tímidos fulgores, orto puro,
quién os trajo a este pecho de hombre duro,
a este negro fragor de odio y olvido?

Dulces espectros, nubes, flores vanas...
¡Oh tiernas sombras, vagamente humanas,
tristes mujeres, de aire o de gemido!

Oración por la belleza de una muchacha

Tú le diste esa ardiente simetría
de los labios, con brasa de tu hondura,
y en dos enormes cauces de negrura,
simas de infinitud, luz de tu día;

esos bultos de nieve, que bullía
al soliviar del lino la tersura,
y, prodigios de exacta arquitectura,
dos columnas que cantan tu armonía.

Ay, tú, Señor, le diste esa ladera
que en un álabe dulce se derrama,
miel secreta en el humo entredorado.

¿A qué tu poderosa mano espera?
Mortal belleza eternidad reclama.
¡Dale la eternidad que le has negado!

Pausa

Pausa, espantosa pausa
de párpados de plomo,
tromba dormida al aire,
pompa de paños, polvo,

donde irrumpen frenéticas
cien mil cristalerías
de fábricas de viento,
que el huracán derriba,

y un martillo de sangre
-¡clo!- que estrangula a pausas
-¡morir!- las simas súbitas
-silencio- de la ráfaga.

Solo

Como perro sin amo, que no tiene
huela ni olfato, y yerra
por los caminos...
Antonio Machado

Hiéreme. Sienta
mi carne tu caricia destructora.
Desde la entraña se eleva mi grito,
y no me respondías. Soledad
absoluta. Solo. Solo.
Sí, yo he visto estos canes errabundos,
allá en las cercas últimas,
jadeantes huir a prima noche,
y esquivar las cabañas
y el sonoro redil, donde mastines
más dichosos, no ignoran
ni el duro pan ni el palo del pastor.
Pero ellos huyen,
hozando por las secas torrenteras,
venteando luceros, y si buscan
junto a un tocón del quejigal yacija,
pronto otra vez se yerguen:
se yerguen y avizoran la hondonada
de las sombras, y huyen
bajo la indiferencia de los astros,
entre los cierzos finos.

Vida

Entre mis manos cogí
un puñadito de tierra.
Soplaba el viento terrero.
La tierra volvió a la tierra.
Entre tus manos me tienes,
tierra soy.
El viento orea
tus dedos, largos de siglos.
Y el puñadito de arena
-grano a grano, grano a grano-
el gran viento se lo lleva.


Yo

Mi portento inmediato,
mi frenética pasión de cada día,
mi flor, mi ángel de cada instante,
aun como el pan caliente con olor de tu hornada,
aun sumergido en las aguas de Dios,
y en los aires azules del día original del mundo:
dime, dulce amor mío,
dime, presencia incógnita,
45 años de misteriosa compañía,
¿aún no son suficientes
para entregarte, para desvelarte
a tu amigo, a tu hermano,
a tu triste doble?

¡No, no! Dime, alacrán, necrófago,
cadáver que se me está pudriendo encima
desde hace 45 años,
hiena crepuscular,
fétida hidra de 800.000 cabezas,
¿por qué siempre me muestras sólo una cara?
Siempre a cada segundo una cara distinta,
unos ojos crueles,
los ojos de un desconocido,
que me miran sin comprender
(con ese odio del desconocido)
y pasan:
a cada segundo.

Son tus cabezas hediondas, tus cabezas crueles,
oh hidra violácea.

Hace 45 años que te odio,
que te escupo, que te maldigo,
pero no sé a quién maldigo,
a quién odio, a quién escupo.

Dulce,
dulce amor mío incógnito,
45 años hace ya
que te amo.

De "Hijos de la ira"

A un río le llaman Carlos

Yo me senté en la orilla;
quería preguntarte, preguntarme tu secreto;
convencerme de que los ríos resbalan
hacia un anhelo y viven;
y que cada uno nace y muere distinto
(lo mismo que a ti te llaman Carlos).

Quería preguntarte, mi alma quería preguntarte
por qué anhelas, hacia qué resbalas, para qué vives.
Dímelo, río,
y dime, di, por qué te llaman Carlos.

Ah, loco, yo, loco, quería saber qué eras, quién eras
(genero, especie...)
y qué eran, qué significaban «fluir», «fluido», «fluente»;
qué instante era tu instante
cuál de tus mil reflejos, tú; reflejo absoluto
yo quería indagar el último recinto de tu vida
tu unicidad, esa alma de agua única,
por la que te conocen por Carlos.

Carlos es una tristeza, muy mansa y gris,
que fluye entre edificios nobles,
a Minerva sagrados y entre hangares
que anuncios y consignas coronan.
Y el río fluye y fluye, indiferente.
A veces, suburbana, verde, una sonrisilla
de hierba se distiende, pegada a la ribera.
Yo me he sentado allí, sobre la hierba quemada
del invierno para pensar por qué los ríos
siempre anhelan futuro, como tú lento y gris.
Y para preguntarte por qué te llaman Carlos.

Y tu fluías, fluías, sin cesar, indiferente
y no escuchabas a tu amante extático
que te miraba preguntándote
como miramos a nuestra primera enamorada para saber si le fluye
un alma por los ojos,
y si en su sima el mundo será todo luz blanca
o si acaso su sonreír es sólo eso: una boca amarga que besa.
Así te preguntaba: como le preguntamos a Dios en la sombra
de los quince años,
entre fiebres oscuras y los días -qué verano- tan lentos.
Yo quería que me revelaras el secreto de la vida
y de tu vida, y por qué te llamaban Carlos.

Yo no sé por qué me he puesto tan triste,
contemplando el fluir de este río...
Un río es agua, lágrimas: mas no sé quién las llora.
El río Carlos es una tristeza gris, mas no sé quién la llora.
Pero sé que la tristeza es gris y fluye.
Porque sólo fluye en el mundo la tristeza.
Todo lo que fluye es lágrimas.
Todo lo que fluye es tristeza, y no sabemos de dónde viene la tristeza.
Como yo no sé quién te llora, río Carlos,
como yo no sé por qué eres una tristeza
ni por qué te llaman Carlos.

Era bien de mañana cuando yo me he sentado
a contemplar el misterio fluyente de este río,
y he pasado muchas horas preguntándome, preguntándote.
Preguntando a este río, gris lo mismo que un dios;
preguntándome, como se le pregunta a un dios triste:
¿qué buscan los ríos? ¿qué es un río?
Dime, dime qué eres, qué buscas,
río, y por qué te llaman Carlos.

Y ahora me fluye dentro una tristeza,
un río de tristeza gris,
con lentos puentes grises,
como estructuras funerales grises.
Tengo frío en el alma y en los pies.
Y el sol se pone.
Ha debido pasar mucho tiempo.
Ha debido pasar el tiempo lento, lento,
minutos, siglos, eras.
Ha debido pasar toda la pena del mundo,
como un tiempo lentísimo.
Han debido pasar todas las lágrimas del mundo,
como un río indiferente.
Ha debido pasar mucho tiempo, amigos míos,
mucho tiempo
desde que yo me senté aquí en la orilla,
a orillas de esta tristeza, de este
río al que le llamaban Dámaso, digo, Carlos.

 

Ah, yo quiero vivir...

Ah, yo quiero vivir
dentro del orden general
de tu mundo.
Necesito vivir entre los hombres.
Veo un árbol: sus brazos ya en angustia
o ya en delicia lánguida
proclaman su verdad:
su alma de árbol se expresa,
irreductiblemente única.
Pero el hombre que pasa junto a mí
el hombre moderno
con sus radios, con sus quinielas, con sus películas sonoras
con sus automóviles de suntuosa hojalata
o con sus tristes vitaminas,
mudo tras su etiqueta que dice «comunismo» o «democracia» dice,
con apagados ojos y un alma de ceniza
¿que es?, ¿quién es?

¿Es una mancha gris, un monstruo gris?

Monstruo gris, gris profundo,
profundamente oculta sus amores, sus odios,
gris en su casa,
gris en su juego,
en su trabajo, gris,
hombre gris, de gris alma.
Yo quiero, necesito,
mirarle allá a la hondura de los ojos, conocerle,
arrancarle su careta de cemento,
buscarle por detrás de sus tristes rutinas.
Por debajo de sus fórmulas de lorito
real (¡Pase usted! ¡Tanto gusto!),
aventarle sus tumbas de ceniza
huracanarle su cloroformo diario.

Un día llegará en que lo gris se rompa,
y tus bandos resuenen arcangélicos,
oh gran Dios.

Dime, Dios mío, que tu amor refulge
detrás de la ceniza.
Dame ojos que penetren tras lo gris
la verdad de las almas,
la hermosa desnudez de tu imagen:
el hombre.

 

Calle del arrabal

Se me quedó en lo hondo
una visión tan clara,
que tengo que entornar los ojos cuando
intento recordarla.

A un lado, hay un calvero de solares
en frente, están las casas alineadas
porque esperan que de un momento a otro
la Primavera pasará.

Las sábanas,
aún goteantes, penden
de todas las ventanas,
el viento juega con el sol en ellas
y ellas ríen del juego y de la gracia.

Y hay las niñas bonitas
que se peinan al aire 1ibre.

Cantan
los chicos de una escuela la lección.
Las once dan.

Por el arroyo pasa
un viejo cojitranco
que empuja su carrito de naranjas.


Cancioncilla

Otros querrán mausoleos
donde cuelguen los trofeos,
donde nadie ha de llorar,
y yo no los quiero, no
(que lo digo en un cantar)
porque yo
morir quisiera en el viento,
como la gente de mar
en el mar.
Me podrían enterrar
en la ancha fosa del viento.
Oh, qué dulce descansar
ir sepultado en el viento
como un capitán del viento
como un capitán del mar,
muerto en medio de la mar.

 

De profundis

Si vais por la carrera del arrabal, apartaos, no os inficione mi pestilencia.
El dedo de mi Dios me ha señalado: odre de putrefacción quiso que fuera este mi cuerpo,
y una ramera de solicitaciones mi alma,
no una ramera fastuosa de las que hacen languidecer de amor al príncipe,
sobre el cabezo del valle, en el palacete de verano,
sino una loba del arrabal, acoceada por los trajinantes,
que ya ha olvidado las palabras de amor,
y sólo puede pedir unas monedas de cobre en la cantonada.
Yo soy la piltrafa que el tablejero arroja al perro del mendigo,
y el perro del mendigo arroja al muladar.

Pero desde la mina de las maldades, desde el pozo de la miseria,
mi corazón se ha levantado hasta mi Dios,
y le ha dicho: Oh Señor, tú que has hecho también la podredumbre,
mírame,
yo soy el orujo exprimido en el año de la mala cosecha,
yo soy el excremento del can sarnoso,
el zapato sin suela en el carnero del camposanto,
yo soy el montoncito de estiércol a medio hacer, que nadie compra,
y donde casi ni escarban las gallinas.

Pero te amo,
pero te amo frenéticamente.
¡Déjame, déjame fermentar en tu amor,
deja que me pudra hasta la entraña,
que se me aniquilen hasta las últimas briznas de mi ser,
para que un día sea mantillo de tus huertos!


 

Hombre y Dios

Hombre es amor. Hombre es un haz, un centro
donde se anuda el mundo. Si Hombre falla
otra vez el vacío y la batalla
del primer caos y el Dios que grita «¡Entro!»
Hombre es amor, y Dios habita dentro
de ese pecho y profundo, en él se acalla;
con esos ojos fisga, tras la valla,
su creación, atónitos de encuentro.
Amor-Hombre, total rijo sistema
yo (mi Universo). ¡Oh Dios, no me aniquiles
tú, flor inmensa que en mi insomnio creces!
Yo soy tu centro para ti, tu tema
de hondo rumiar, tu estancia y tus pensiles.
Si me deshago, tú desapareces.

 

Libertad

Qué hermosa eres, libertad. No hay nada
que te contraste. ¿Qué? Dadme tormento.
Más brilla y en más puro firmamento
libertad en tormento acrisolada.

¿Que no grite? ¿Mordaza hay preparada?
Venid: amordazad mi pensamiento.
Grito no es vibración de ondas al viento:
grito es conciencia de hombre sublevada.

Qué hermosa eres, libertad. Dios mismo
te vio lucir, ante el primer abismo
sobre su pecho, solitaria estrella.

Una chispita del volcán ardiente
tomó en su mano. Y te prendió en mi frente,
libre llama de Dios, libertad bella...

 

Monstruos

Todos los días rezo esta oración
al levantarme:

Oh Dios,
no me atormentes más.
Dime qué significan
estos espantos que me rodean.
Cercado estoy de monstruos
que mudamente me preguntan,
igual, igual que yo les interrogo a ellos.
Que tal vez te preguntan,
lo mismo que yo en vano perturbo
el silencio de tu invariable noche
con mi desgarradora interrogación.

Bajo la penumbra de las estrellas
y bajo la terrible tiniebla de la luz solar,
me acechan ojos enemigos,
formas grotescas me vigilan,
colores hirientes lazos me están tendiendo:
¡son monstruos,
estoy cercado de monstruos!

No me devoran.
Devoran mi reposo anhelado,
me hacen ser una angustia que se desarrolla a
sí misma,
me hacen hombre,
monstruo entre monstruos.

No, ninguno tan horrible
como este Dámaso frenético,
como este amarillo ciempiés que hacia ti clama con
todos sus tentáculos enloquecidos,
como esta bestia inmediata
transfundida en una angustia fluyente;
no, ninguno tan monstruoso
como esta alimaña que brama hacia ti,
como esta desgarrada incógnita
que ahora te increpa con gemidos articulados,
que ahora te dice:
"Oh Dios,
no me atormentes más,
dime qué significan
estos monstruos que me rodean
y este espanto íntimo que hacia ti gime en la noche."

 

 

Mujer con alcuza

A Leopoldo Panero

¿Adónde va esa mujer,
arrastrándose por la acera,
ahora que ya es casi de noche,
con la alcuza en la mano?

Acercaos: no nos ve.
Yo no sé qué es más gris,
si el acero frío de sus ojos,
si el gris desvaído de ese chal
con el que se envuelve el cuello y la cabeza,
o si el paisaje desolado de su alma.

Va despacio, arrastrando los pies,
desgastando suela, desgastando losa,
pero llevada
por un terror
oscuro,
por una voluntad
de esquivar algo horrible.

Sí, estamos equivocados.
Esta mujer no avanza por la acera
de esta ciudad,
esta mujer va por un campo yerto,
entre zanjas abiertas, zanjas antiguas, zanjas recientes,
y tristes caballones,
de humana dimensión, de tierra removida,
de tierra
que ya no cabe en el hoyo de donde se sacó,
entre abismales pozos sombríos,
y turbias simas súbitas,
llenas de barro y agua fangosa y sudarios harapientos del color de la desesperanza.

Oh sí, la conozco.
Esta mujer yo la conozco: ha venido en un tren,
en un tren muy largo;
ha viajado durante muchos días
y durante muchas noches:
unas veces nevaba y hacía mucho frío,
otras veces lucía el sol y rejemía el viento
arbustos juveniles
en los campos en donde incesantemente estallan extrañas flores encendidas.
Y ella ha viajado y ha viajado,
mareada por el ruido de la conversación,
por el traqueteo de las ruedas
y por el humo, por el olor a nicotina rancia.
¡Oh!:
noches y días,
días y noches,
noches y días,
días y noches,
y muchos, muchos días,
y muchas, muchas noches.

Pero el horrible tren ha ido parando
en tantas estaciones diferentes,
que ella no sabe con exactitud ni cómo se llamaban,
ni los sitios,
ni las épocas.

Ella
recuerda sólo
que en todas estaba oscuro, y que partir, al arrancar el tren
ha comprendido siempre
cuán bestial es el topetazo de la injusticia absoluta,
ha sentido siempre
una tristeza que era como un ciempiés monstruoso que le colgara de la mejilla,
como si con el arrancar del tren le arrancaran el alma,
como si con el arrancar del tren le arrancaran innumerables margaritas,
blancas cual su alegría infantil en la fiesta del pueblo,
como si le arrancaran los días azules, el gozo de amar a Dios
y esa voluntad de minutos en sucesión que llamamos vivir.
Pero las lúgubres estaciones se alejaban,
y ella se asomaba frenética a las ventanillas,
gritando y retorciéndose,
sólo
para ver alejarse en la infinita llanura
eso, una solitaria estación,
un lugar
señalado en las tres dimensiones del gran espacio cósmico
por una cruz
bajo las estrellas.

Y por fin se ha dormido,
sí, ha dormitado en la sombra,
arrullada por un fondo de lejanas conversaciones,
por gritos ahogados y empañadas risas,
como de gentes que hablaran a través de mantas bien espesas,
sólo rasgadas de improviso
por lloros de niños que se despiertan mojados a la media noche,
o por cortantes chillidos de mozas a las que en los túneles les pellizcan las nalgas,
... aún mareada por el humo del tabaco.

Y ha viajado noches y días,
sí, muchos días,
y muchas noches.
Siempre parando en estaciones diferentes,
siempre con una ansia turbia, de bajar ella también,
de quedarse ella también,
ay,
para siempre partir de nuevo con el alma desgarrada,
para siempre dormitar de nuevo en trayectos inacabables.

...No ha sabido cómo.
Su sueño era cada vez más profundo,
iban cesando,
casi habían cesado por fin los ruidos a su alrededor:
sólo alguna vez una risa como un puñal que brilla un instante en las sombras,
algún cuchillo como un limón agrio que pone amarilla un momento la noche.
Y luego nada.
Sólo la velocidad,
sólo el traqueteo de maderas y hierro
del tren,
sólo el ruido del tren.

Y esta mujer se ha despertado en la noche,
y estaba sola,
y ha mirado a su alrededor,
y estaba sola,
y ha buscado al revisor, a los mozos del tren,
a algún empleado,
a algún mendigo que viajara oculto bajo un asiento,
y estaba sola,
y ha gritado en la oscuridad,
y estaba sola,
y ha preguntado en la oscuridad,
y estaba sola,
y ha preguntado
quién conducía,
quién movía aquel horrible tren.
Y no le ha contestado nadie,
porque estaba sola,
porque estaba sola.
Y ha seguido días y días,
loca, frenética,
en el enorme tren vacío,
donde no va nadie,
que no conduce nadie.

... Y esa es la terrible,
la estúpida fuerza sin pupilas,
que aún hace que esa mujer
avance y avance por la acera,
desgastando la suela de sus viejos zapatones,
desgastando las losas,
entre zanjas abiertas a un lado y otro,
entre caballones de tierra,
de dos metros de longitud,
con ese tamaño preciso
de nuestra ternura de cuerpos humanos.
Ah, por eso esa mujer avanza (en la mano, como el atributo de una semidiosa, su alcuza),
abriendo con amor el aire, abriéndolo con delicadeza exquisita,
como si caminara surcando un trigal en granazón,
sí, como si fuera surcando un mar de cruces, o un bosque de cruces,
o una nebulosa de cruces,
de cercanas cruces,
de cruces lejanas.

Ella,
en este crepúsculo que cada vez se ensombrece más,
se inclina,
va curvada como un signo de interrogación,
con la espina dorsal arqueada
sobre el suelo.
¿Es que se asoma por el marco de su propio cuerpo de madera,
como si se asomara por la ventanilla
de un tren,
al ver alejarse la estación anónima
en que se debía haber quedado?
¿Es que le pesan, es que le cuelgan del cerebro
sus recuerdos de tierra en putrefacción,
y se le tensan tirantes cables invisibles
desde sus tumbas diseminadas?
¿O es que como esos almendros
que en el verano estuvieron cargados de demasiada fruta,
conserva aún en el invierno el tierno vicio,
guarda aún el dulce álabe
de la cargazón y de la compañía,
en sus tristes ramas desnudas, donde ya ni se posan los pájaros?

 

Sueño de las dos ciervas

¡Oh terso claroscuro del durmiente!
Derribadas las lindes, fluyó el sueño.
Sólo el espacio.

Luz y sombra, dos ciervas velocísimas,
huyen hacia la hontana de aguas frescas,
centro de todo.

¿Vivir no es más que el roce de su viento?
Fuga del viento, angustia, luz y sombra:
forma de todo.

Y las ciervas, las ciervas incansables,
flechas emparejadas hacia el hito,
huyen y huyen.

El árbol del espacio. (Duerme el hombre...)
Al fin de cada rama hay una estrella.
Noche: los siglos.

Duerme y se agita con terror: comprende.
Ha comprendido, y se le eriza el alma.
¡Gélido sueño!

Huye el gran árbol que florece estrellas,
huyen las ciervas de los pies veloces,
huye la fuente.

¿Por qué nos huyes, Dios, por qué nos huyes?
Tu veste en rastro, tu cabello en cauda,
¿dónde se anegan?

¿Hay un hondón, bocana del espacio,
negra rotura hacia la nada, donde
viertes tu aliento?

Ay, nunca formas llegarán a esencia,
nunca ciervas a fuente fugitiva.
¡Ay, nunca, nunca!

 

Torrente de la sangre

¡Ceja, testuz fatal! ¡Cómo te siento,
furibundo, embestir contra mis sienes!
Ciega bestia en acoso, ¿por qué vienes
Contra el dique a romper de tu aposento?

¿Qué frenesí te acucia? Ese lamento
mugidor, di ¿por qué? ¿Por qué, si tienes
mis más dorados días en rehenes
y en prenda un corazón que fue del viento?

Árbol de pulpa roja, arrebatado
Del huracán de mi secreta mina,
Por donde en sombra rompes tu camino;

Árbol, cual yo, torrente despeñado,
Ciega bestia, cual yo, ¡Mi ángel de ruina!
¡Oh ciclón de mi propio torbellino!


 

Viento de noche

El viento es un can sin dueño,
que lame la noche inmensa.
La noche no tiene sueño.
Y el hombre, entre sueños, piensa.

Y el hombre sueña, dormido,
que el viento es un can sin dueño,
que aúlla a sus pies tendido
para lamerle el ensueño.

Y aun no ha sonado la hora.

La noche no tiene sueño:
¡alerta, la veladora!