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Nicolás Fernandez de Moratín,

poesias cortas

 


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Nicolás Fernandez de Moratín

Atrevimiento amoroso

Amor, tú que me diste los osados
intentos y la mano dirigiste 
y en el cándido seno la pusiste 
de Dorisa, en parajes no tocados;

si miras tantos rayos, fulminados
de sus divinos ojos contra un triste, 
dame el alivio, pues el daño hiciste 
o acaben ya mi vida y mis cuidados.

Apiádese mi bien; dile que muero
del intenso dolor que me atormenta; 
que si es tímido amor, no es verdadero;

que no es la audacia en el cariño afrenta
ni merece castigo tan severo 
un infeliz, que ser dichoso intenta.

 

 

 

Bendita sea la hora, el año, el día...

Bendita sea la hora, el año, el día 
y la ocasión y el venturoso instante 
en que rendí mi corazón amante 
a aquellos ojos donde Febo ardía.

Bendito el esperar y la porfía
y el alto empeño de mi fe constante 
y las saetas y arco fulminante 
con que abrasó Cupido el alma mía.

Bendita la aflicción que he tolerado
en las cadenas de mi dulce dueño 
y los suspiros, llantos y esquiveces, 

los versos que a su gloria he consagrado
y han de vencer del duro tiempo el ceño, 
y ella bendita innumerables veces.

 

 

 

Dorisa en traje magnífico

¡Qué lazos de oro desordena el viento,
entre garzotas altas y volantes!
¡Qué riqueza oriental y qué cambiantes
de luz que envidia el sacro firmamento!

¡Qué pecho hermoso do el Amor su asiento
puso, y de allí fulmina a los amantes,
absortos al mirar sus elegantes
formas, su delicioso movimiento!

¡Qué vestidura arrastra, de preciado
múrice tinta y recamada en torno
de perlas que produjo el centro frío!

¡Qué extremo de beldad, al mundo dado
para que fuese de él gloria y adorno!
¡Qué heroico y noble pensamiento el mío!

 

 

 

El gallo y el zorro 

Un gallo muy maduro, 
de edad provecta, duros espolones, 
pacífico y seguro, 
sobre un árbol oía las razones 
de un zorro muy cortés y muy atento, 
más elocuente cuanto más hambriento. 

«Hermano», le decía, 
«ya cesó entre nosotros una guerra 
que cruel repartía 
sangre y plumas al viento y a la tierra. 
Baja; daré, para perpetuo sello, 
mis amorosos brazos a tu cuello.» 

«Amigo de mi alma», 
responde el gallo, «¡qué placer inmenso 
en deliciosa calma 
deja esta vez mi espíritu suspenso! 
Allá bajo, allá voy tierno y ansioso 
a gozar en tu seno mi reposo. 

«Pero aguarda un instante, 
porque vienen, ligeros como el viento, 
y ya están adelante, 
dos correos que llegan al momento, 
de esta noticia portadores fieles, 
y son, según la traza, dos lebreles.» 
dijo el zorro, «que estoy muy ocupado; 
luego hablaré contigo 
para finalizar este tratado.» 

El gallo se quedó lleno de gloria, 
cantando en esta letra su victoria: 
Siempre trabaja en su daño 
el astuto engañador; 
a un engaño hay otro engaño, 
a un pícaro otro mayor. 

 

 

 

El león y el ratón 

Estaba un ratoncillo aprisionado 
en las garras de un león; el desdichado 
en la tal ratonera no fue preso 
por ladrón de tocino ni de queso, 
sino porque con otros molestaba 
al león, que en su retiro descansaba. 

Pide perdón, llorando su insolencia; 
al oír implorar la real clemencia, 
responde el Rey en majestuoso tono 
(no dijera más Tito): «Te perdono.» 
Poco después, cazando, el león tropieza 
en una red oculta en la maleza; 
quiere salir, mas queda prisionero; 
atronando la selva ruge fiero. 

El libre ratoncillo, que lo siente, 
corriendo llega; roe diligente 
los nudos de la red de tal manera 
que al fin rompió los grillos de la fiera. 
Conviene al poderoso 
para los infelices ser piadoso; 
tal vez se puede ver necesitado 
del auxilio de aquel más desdichado: 

 

 

 

Los animales con peste

En los montes, los valles y collados,
de animales poblados,
se introdujo la peste de tal modo,
que en un momento lo inficiona todo.
Allí, donde su porte el león tenía,
mirando cada día
las cacerías, luchas y carreras
de mansos brutos y de bestias fieras,
se veían los campos ya cubiertos
de enfermos miserables y de muertos.
«Mis amados hermanos»,
exclamó el triste Rey, «mis cortesanos,
ya veis que el justo cielo nos obliga
a implorar su piedad, pues nos castiga
con tan horrenda plaga;
tal vez se aplacará con que se le haga
sacrificio de aquel más delincuente,
y muera el pecador, no el inocente.
Confiese todo el mundo su pecado.
Yo, cruel, sanguinario, he devorado
inocentes corderos,
ya vacas, ya terneros,
y he sido, a fuerza de delito tanto,
de la selva terror, del bosque espanto.»
«Señor», dijo la zorra, «en todo eso
no se halla más exceso
que el de vuestra bondad, pues que se digna
de teñir en la sangre ruin, indigna,
de los viles cornudos animales
los sacros dientes y las uñas reales.»
Trató la corte al Rey de escrupuloso,
Allí del tigre, de la onza y oso
se oyeron confesiones
de robos y de muertes a millones;
mas entre la grandeza, sin lisonja,
pasaron por escrúpulos de monja.
El asno, sin embargo, muy confuso
prorrumpió; «Yo me acuso
que al pasar por un trigo este verano,
yo hambriento y él lozano,
sin guarda ni testigo,
caí en la tentación: comí del trigo.»
«¡Del trigo! ¡y un jumento!»
gritó la zorra, «¡horrible atrevimiento!»
Los cortesanos claman: «Este, éste
irrita al cielo, que nos da la peste.»
Pronuncia el Rey de muerte la sentencia,
y ejecutóla el lobo a su presencia.
Te juzgarán virtuoso,
si eres, aunque perverso, poderoso;
y aunque bueno, por malo detestable,
cuando te miran pobre y miserable.
Esto hallará en la corte quien la vea,
y aun en el mundo todo. ¡Pobre Astrea!

 

 

 

Oda a los ojos de Dorisa

Ojos hermosos 
de mi Dorisa: 
yo os vi al reflejo 
de luces tibias... 
¡Noche felice, 
no te me olvidas! 
Turbado y mudo 
quedé a su vista, 
susto de muerte 
me atemoriza, 
y sólo huyendo 
pude evadirla. 

Ojos hermosos: 
yo así vivía, 
cuando amor fiero 
gimió de envidia. 
Quiso que al yugo 
la cerviz rinda, 
y os me presenta 
con pompa altiva, 
una mañana, 
cuando ilumina 
Febo los prados 
que abril matiza. 
Vi que con nuevas 
flores se pinta 
el suelo fértil, 
la cumbre fría; 
los arroyuelos 
libres salpican, 
sonando roncos, 
la verde orilla. 
Gratos aromas 
el viento espira, 
cantan amores 
las avecillas. 

Ojos hermosos: 
yo me aturdía, 
cuando me ciega 
luz improvisa, 
con más incendios 
y más rüinas 
que si centellas 
Júpiter vibra. 
Nunca posible 
será que diga 
que pena entonces 
me martiriza. 
¡Qué feliz era, 
qué bien hacía 
mientras huyendo 
sus fuegos iba! 

Ojos hermosos: 
si conocida 
a vos os fuese 
vuestra luz misma, 
o en el espejo 
la reflexiva 
tanto mostrara, 
conoceríais 
qué estrago al orbe 
se le destina, 
bien con enojos 
bien con delicias. 
¡Ay cómo atraen, 
cómo desvían, 
cómo sujetan, 
cómo acarician! 

Piedad, hermosas 
lumbres divinas, 
de quien amante 
os solemniza. 
Y si a mi verso 
la suerte amiga 
da, que en el mundo 
durable exista, 
aplauso eterno 
haré que os siga, 
y en otros siglos 
daréis envidia.

 

 

 

Oh, gran Pepona, de saber profundo...

(...)¡Oh, gran Pepona, de saber profundo;
grande en tu oficio! Deja que repita
para instrucción y norma de alcahuetas
la alta respuesta que a mi cargo diste,
dignas palabras de grabarse en bronce.
«Hijo, me dice un día, que a las once
quedó citada en la espaciosa lonja
de Trinitarios; hijo, está perdida
la putería; apenas lo creyera,
¿quién en mi mocedad me lo dijera?
En consecuencia del encargo tuyo
hice, cual suelo, vivas diligencias,
que, o no admitir la comisión honrada,
o debemos hacerlas en conciencia,
y donde no, restituir la paga,
mas pocas hay de proceder tan justo.
Yo, como sabes ya, sé bien tu gusto,
que por larga experiencia sé servirte;
ya fe de honrada no sabré decirte
cuánto afané por una buena moza.(...)


 

 

 

Saber sin estudiar

Admiróse un portugués
de ver que en su tierna infancia
todos los niños en Francia
supiesen hablar francés.
«Arte diabólica es» 
dijo, torciendo el mostacho,
«que para hablar en gabacho,
un fidalgo en Portugal
llega a viejo, y lo habla mal;
y aquí lo parla un muchacho.
»